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Ya era domingo cuando Darío Elba, sin despedirse y caminando muy firme sobre sus propias huellas, se alejaba para siempre de Ambrosía y sus corrosivas entrañas.

A sus espaldas sellaba, no teniendo intención alguna volver a tocar, la puerta angosta de su ayer y con eso, todo lo que una vez fue.

De aquel lugar, viejas experiencias se erosionaban hasta disolverse en el olvido de la memoria y de los vestigios, al caer en cuenta de sus antiguas acciones, aparecía la interrogante pendiente sobre qué tan solo se creyó estar como para engañarse a sí mismo hasta convencerse; de que las penas se domaban a bocanadas de excesos y con febrilidad de cuerpos huraños al querer.

En su realidad, hacía frío y el vaho de su aliento ya no le recordó los pesares de antaño. Hoy se sabía vivo, lejos de la nostalgia del naufragio de su tiempo atrás.

—Eso, mi antes —se dijo cuando vio que, afuera del vientre de aquella bestia perniciosa con disfraz de club exclusivo, había muchos adultos jóvenes en las mismas condiciones en las que alguna vez él se encontró: en compañía de la soledad y aferrándose al vacío de otros solo para perderse más y más.

—Mi hoy, mi constante: mi después —añadió al palpar con su mano derecha, el ritmo gozoso que conquistaba su corazón.

Con el pensamiento limpio y las manos detrás del cuello, se quedó de pie por un rato y cerró los ojos apretujándolos hasta dejar escapar un suspiro. Luego develó los párpados al cielo abierto que, ennegrecido, delataba el fuerte brillo de las estrellas.

De pequeño solía fantasearlas, deseaba ser grande para explorarlas y comprobar si de verdad quemaban o no. Quería saber por qué se encendían y cuándo se apagaban y sin lograr entenderlo a causa de sus ingenuos años, contemplándolas hasta quedarse dormido; las soñaba.

En el presente, la imagen de rojizos lunares sobre un firmamento, tez de porcelana rosa cándida, a cada segundo le robaba espacio a todo; incluso al universo y así, era él quien titilaba pero por entonar alegría.

Porque dentro de un único ser humano coexistían millardos de astros que no eran fugaces ni se extinguían. Eran tan únicas en su especie, que no necesitaban de ausencia de luz para aparecer, porque en la piel que se sostenían, siempre era de día y también de noche a la vez.

De esa estela de pecas, que incontables para él prefería llamarlas, infinitas tan celestiales como de la Tierra igual que lo era su dueña, Nina Cassiani: tangible y quizás también ahora, alcanzable, era de ellas de quienes se dejaba guiar por la vida.

Para él, todos los caminos llevaban a ella, aún con todas y cada una de las piedras que tuviera que sortear para poder estar a su lado.

—"Estoy muy orgullosa, hijo" —resonó en el cerebro de Darío, la reminiscencia de la tierna voz de su madre y con ella, llegó de inmediato el vozarrón de su padre —"¿Estás seguro que no queda algo más por hacer?" —preguntó, animándole de esa forma como siempre lo hacía, a repasar los méritos por los que se le congratulaba con el afán de incitarle a mejorarlos.

—Aún me queda mucho —le contestó al recuerdo vívido de sus progenitores que con amor evocaba cada vez que podía —Pero de entre todo, hoy pretendo, porque necesito, hacer algo antes de que amanezca —concluyó sonriendo.


Muy apurado, se encaminó hasta el parqueo en el que se ubicaba su vehículo y por consecuente, donde esperaba reunirse con sus dos amigos, pero uno de ellos, venía presuroso a su encuentro.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora