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Muy entrada la madrugada, cuando por fin se le acabaron las ganas de amar, Darío Elba se sentó en el escritorio de su estudio para preparar la que sería su primera tutoría oficial, examinó el contenido de aquellos quince sobres amarillos y se dio cuanta de que su predecesor, Emiliano Prego, no se había tomado la molestia de llenar como era debido los expedientes de las niñas de la 2-4.

El avance de Prego durante cuatro meses de "trabajo" constó en anotar el nombre en cada folio, las páginas internas estaban totalmente en blanco y ni siquiera había pegado las fotografías de las alumnas, que por cierto estaban incompletas: de quince solo tenía tres descontando con mucha gracia la de Moira Proust, que se las había arreglado para añadir un pedazo de cartulina color amarillo canario con una carita feliz dibujada a lápiz como reemplazo a su rostro en la "selfie" casera engomada en exceso y adjuntada a una ingeniosa nota que decía: "A que no adivinas quién soy."

Tuvo que amanecer frente al ordenador buscando en la base de datos del colegio información básica como los números de teléfono de los encargados y otros que era inconcebible que a esas alturas del curso lectivo no estuvieran anotados.

Releyó por enésima vez el "Manual para una buena tutoría: una guía para prever y conocernos mejor" para ver que se suponía, según el canon de La Compañía de Jesús, que debía de decir horas más tarde y una vez más después de leerlo completo, no concebía en ninguna parte de su intelecto que siguieran así de cerrados en este siglo tan abierto.

Darío Elba estudiaba en el extranjero Teología y pretendía obtener su título en Filosofía de la Religión y le pareció qué, aquel viejo compendio, estaba demasiado atrasado para la época; por lo que sin más tiempo que perder comenzó a grabar notas de voz con ideas y cambios que propondría al consejo escolar al presentarse la mínima oportunidad.

Recién había alistado todo aquello que consideró urgente cuando le sorprendió el sol de las cinco con cincuenta por el tragaluz caprichoso que mandó a instalar según sus antojos en aquel reservado apartamento donde vivía desde hacía un buen tiempo, preparó su baño matutino y se alistó según su metódica rutina. Arribó puntual a la administración docente con su encanto y ni una sola pizca de desvelo en sus ojos, acompañado de un frapucchino de té verde y su portafolio de cuero; pidió la llave de su nueva "oficina cubículo" e iba a apropiarse de ésta no sin antes ordenarla porque aún estando vacía era un completo caos.

Re acomodó el escritorio, sacudió las estanterías vacías y dio forma a los casi nuevos cojines del sofá que tenía. Luego comenzó a hacer una lista de prioridades, otra de datos que le faltaban por añadir a los expedientes, programó las entrevistas a los padres que Prego nunca realizó, definitivamente tenía mucho por hacer y por eso comenzó sin más a laborar en lo que le habían contratado.

A la hora de decidir el orden de la entrevista inicial con las alumnas pensó que sería mejor atenderlas por orden alfabético. Llamó a la encargada de las notificaciones y pidió convocarlas una a una por el altavoz, no había prestado atención de a quienes había solicitado hasta que se presentaron, puesto que en la prisa de avanzar con su trabajo imprimió la lista tal y como estaba en el archivo digital y sin detenerse a leer los nombres.

Las dos primeras entrevistas fueron fáciles, aunque tenía que indagar sobre ciertas cosas que habían quedado en el aire, estaba haciendo dichas anotaciones cuando su corazón comenzó a latir de manera extraña —¿será que tengo un problema cardíaco? —se preguntó en voz alta y con una mano en el pecho para sentirse sin reparar que la tercera alumna ya estaba a la puerta abriendo el pestillo y su corazón resonó aún más fuerte en su caja torácica por una voz que sus oídos aún no esperaban escuchar.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora