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—¡Psst señora, psst, psst, señora vuélvame a ver! —suplicó por quinta vez y por igual número de vez, no tuvieron efecto sus palabras.

Con la mirada fija en la razón de sus ansias, volvió a intentarlo con mayor empeño, pero la nulidad junto a la tentativa se alargó lo suficiente hasta volverse continua. No consiguió respuesta por más trillada que sonó su petición y no pensaba desistir, pero le tocó aceptar que debía hacer una pausa y más cuando su nariz se permitió dejar ir un suspiro frustrado, manifiesto exacto de la disconformidad.

Muestra incuestionable de un rasgo no característico en él.

Tenía la paciencia comprometida y la tensión acudió puntual sobre sus hombros, el dolor se asomó de inmediato amenazando, firme, con subir hasta su cuello. Había mucho porque sentirse dichoso, demasiada felicidad como para darle cabida al estrés tempranero y queriendo mitigar ese estado, hundió los dedos en su lacia melena y con un breve masaje, se palpó la sien hasta ablandar un poco la presión.

Mientras descansaba los ojos, poniendo orden al desbarajuste que se armaba en su mente y pensando en no darse por vencido, determinó que continuaría; lo intentaría tantas veces pudiera, contando con que el tiempo ya corría en su contra.

Tomó aire y se mordió el labio inferior y sin pensarlo más, comenzó a sacudir los brazos algo frenético para ayudarse a ser visto y alzando la voz, dijo:

—¡Señora, por favor, aquí! —y aunque el mensaje fue claro y conciso aún para las orejas ajenas a la situación, su objetivo lo ignoró por completo.

Frunció el ceño y ante el espejo retrovisor, las mínimas líneas de expresión en la amplitud de su frente confirmaron que había caído en angustia y a pesar de tener motivos de sobra con los que podía justificar su comportamiento, se forzó a guardar la compostura, incluso cuando el simple asomo de la ridiculez, quiso atropellarle el propósito.

Cortando de tajo su propio absurdo y sin nada que perder y con mucho por ganar, trató de igual forma dos y tres veces más, pero su llamada de atención desapareció en el incesante bullicio del cardumen de cláxones de lunes por la mañana y unirse al coro de la desesperanza haciendo el mismo escándalo que otros, tampoco prometía eficacia.

Habría que considerar otros medios, quizás un megáfono, para que la melodía de su voz se volviera de interés para quien quería que lo escuchase.

Pero el semáforo, árbitro injusto para cuestiones del corazón, no le dio chance para que pensara en otra estrategia y cambió de rojo a verde sin preguntar y él, que estaba a la cabeza de la fila con su caballo de cuatro herraduras a caucho, sabía que tenía meter la marcha, quitar el pie del freno y acelerar, pues había gente a sus espaldas queriendo avanzar.

Por obligación tuvo que alejarse, pero conservando la idea, entre ceja y ceja, de conseguir de cualquier manera esos preciados manjares que anhelaba deshacer en su paladar. No podía darse el lujo de extraviarlos y menos ahora que por casualidad, los halló cuando ya los daba por extintos. Ésta ocasión, debía ser era una obra esporádica del Espíritu Santo, beneficio de consagrar la vida entera y sin interés de ningún tipo, al amor único y verdadero.



Desviado de la costumbre de su camino rutinario por vivir en el andén del amor, esa mañana terminó enredado en la anarquía vehicular del centro de la ciudad y sin saber cómo, de entre el sofoco del gentío logró distinguirlos de prisa, en un atisbo del tiempo que le pareció irreal y fue el mismo deseo, cosido a lo que quedaba de su cordura, lo que las dilucidó de la fantasía.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora