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En esa madrugada de domingo de octubre Nina Cassiani soñaba, como cada que se entregaba a lo onírico, con Darío Elba; sin saber o tan siquiera imaginar cuan cerca estaba él de ella en ésta su realidad.

Extraviada en la marea alta de sus fantasías, su cuerpo desconoció la naturaleza precavida del buen andar y cometió grandes fallos al no percibir ninguno de los signos de su presencia.

Su olfato aclamado como de sabueso debía declararse una total falacia, pues no saboreó ese perfume de embeleso aún cuando la piel que lo vestía permaneció por varios minutos, a escasos dos metros de distancia mientras pendía sobre peldaños de metal tratando de alcanzar la gloria con una mísera escalera.

¿Cómo aquella nariz pecosa, ostentando ese título, no pudo percibir ese aroma?

Tal vez la esencia masculina no contaba, a esas horas, con la suficiente fuerza y bien podía excusarse de esa forma, pero no había escapatoria ni como defender su valía si tampoco determinó el olor a pintura que abarrotó el ambiente con una muy marcada estela en el aire inclusive cuando el perpetrador de la infracción municipal ya se había marchado. Fue tan fuerte la emanación de aquella boquilla que era una total vergüenza para el casi infalible mejor sentido de Nina Cassiani, el no despertarla y notificarle de la cercanía y acciones de Darío Elba.

Pero a fin de cuentas, ¿qué culpa tenía su nervio olfatorio?, si a cada segundo la esencia de lavanda y bergamota causaba estragos en cada pedacito de su memoria hasta doblegar una a una todas sus voluntades.

Por aquella gran omisión, en esa noche junto a los días con sus lunas venideras, no solo ese sentido debía ser juzgado. Otro, de cinco, también cometió severa traición.

Su oído no escuchó cuando Darío, inundado entre suspiros y sin darse cuenta, clamó "Nina, Nina, Nina" hasta acallar a susurros el lamento de su nombre. A él, repetir ese hagiónimo como un mantra le dejó al borde del desahucio, obligándole a más murmullos de los necesarios para guardarse lo último de lo que le restaba de compostura.

Para calmar su agitación y no perderse en la ansiedad, Darío golpeó su frente contra el cristal de la ventana con una magnitud considerable para dejarle ardiendo la piel por varios minutos después del impacto y ni así, con ese fragor, el tímpano de Nina no le avisó que él la visitaba.

Que Darío estuviera tan cerca de Nina y que ella no lo notase era un delito culposo en términos legales y si se llevara a juicio éste caso y se hablara sobre el argumento de los hechos con la más sincera de las verdades, la pelirroja de nada se habría dado cuenta de no ser por intervención de terceras personas, pues en esa madrugada como en todas, ella hacía gala de su mote de "Sleepy Girl" con más honores de los recomendados, mas sí había una justificación válida para la pérdida total de la intuición y de la conciencia:

Cada vez que Nina se encontraba con Darío en el mundo de los sueños, no pretendía despertar jamás. Se negaba a que él único allegro de su vida terminara en elegía.

Nina no quería emerger de las olas que la estremecían, a menos que tuviera la certeza de que al despertar; él estaría a su lado en cuerpo, bajo la sombra del sol o con la bóveda del cielo desnudando la infinidad, hablándole con la piel en el lenguaje de caricias y arrullándola hasta inducirla al sosiego sólo usando su voz.

Y precisamente eso soñaba, al igual que en otras tantas noches: un delirio inquieto y placentero que se acompañaba de frenesí y éste no menguaba hasta que en el plano físico, esas mejillas con sus lunares manifestaban al unísono su máximo fulgor, robándole a la oscuridad sus derechos sobre las luces apagadas.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora