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Tenía la costumbre pegada hasta los huesos, amanecía otra vez perdida en el desorden de sábanas, se levantaba como lo había hecho desde siempre sin más preámbulo que mirar el fluorescente que colgaba del techo.

En el espejo empotrado del baño, detrás de sus ojeras la mirada de la inocencia se desdibujaba: otra vez no era más la chica de ayer.

Ella adolecía, se estiraba, se contorneaba.

Con el cuerpo descubierto no podía engañarse, le hervían las emociones así como un rosa permanente en las mejillas, se sentía extraña dentro de sí y lejos estaba de comprender los sentimientos tan confusos que brotaban de su cabeza.

Esa mañana no era diferente a las otras, como cada día de colegio se encontró con su madre en el pasillo camino al baño, el beso en la frente, dos billetes y unas cuantas monedas en sus manos.

La hija los aceptaba como cada día lo había hecho desde los diez años.

La puerta ancha se cerraba tras la chica con la falda de paletones a cuadros y largas medias blancas, henchía el pecho para tragarse el perfume del mirto del jardín, lo despojaba de unas cuantas florescencias y las apresaba en sus manos hasta saber que ya no les quedaba una gota de vida y las depositaba en un cesto de mimbre: un cementerio privado del que solo ella tenía acceso y conocimiento.

Caminaba con el paso apurado, de manera grácil pero firme, con un vaivén no planeado en las caderas, no se detenía salvo para saludar a la misma anciana de siempre que barría los recuerdos nocturnos de la calle cada madrugada.

Corría contra el sol en una competencia porque no le descubriera el rojo del cabello.

Todo le parecía igual: la fila de hormigas que se había saltado ayer, el arbusto tronchado de jardín de la vecina, las tenues luces en las lámparas nocturnas, el mismo camino y las mismas ganas.

Fue sacada de la rutina sin previo aviso golpeada por una ráfaga de viento rezagado del invierno que se coló por el cuello y le bajó hasta el estómago que se anudó resentido sintiéndose vacío pero no de alimento.

La calma con la que llegaba el amanecer se cortó cuando ya no se sintió más sola en aquella acera desierta, sentía más sangre de la usual en el corazón, un olor masculino arribó hasta su nariz antes que las pisadas, quiso obligarse a volver la mirada pero por instinto extraño su paso fue impulsado por unas ganas de alejarse y de sentirse perseguida a la vez, ella se ahogaba, tenía cada palmo de piel eriza y un temblor que jamás volvería a sentir de esa manera en los huesos.

—¡Ey no corras que no muerdo! —dijo una voz masculina de tono amigable

¡Y qué si lo que quiero es que me muerdas! —replicó preguntándose a sí misma si en realidad había dicho lo que había dicho o si solo lo había pensado.

Se mordió la lengua para comprobar que sí estaba despierta, apretó los ojos para imaginar que estaba soñando.

Pero para ese entonces el hombre tras su espalda se había adelantado para acechar su flanco derecho, ella le negó la cara y él con solo verla a tres cuartos se sintió hombre caído sin empezar la batalla.

Ni siquiera tuvo la oportunidad de abrir la boca, atónito y con la mente totalmente en blanco por primera vez a causa de una chica que le había robado el habla.

No iba a darle la oportunidad de acercarse más, se echó a correr y al llegar a la esquina se tiró a la calle como si un barco zarpara a mitad del negro asfalto.

En el cruce de las cinco esquinas un joven calentaba el horno, preparaba zumo fresco y un café que despertaba con solo el aroma, la panadería "San Martín" abría seis de siete días a las 4:30 a.m. y la primera tanda de pan tenía un comensal asiduo desde hacía ya seis años.

Él se estacionaba en el umbral pocos minutos antes de su arribo, la vio correr y salió a su encuentro, ella se colgó de su cuello y se escondió en sus brazos como lo haría una niña que despierta a mitad de una pesadilla y busca la fortaleza de su padre.

—¿De que huyes Nina? —preguntó sin despegar la mirada del otro extremo de la acera sin poder descifrar el motivo de su imprudencia.

Ella se limitó a apretarse más contra su pecho hasta sentir los labios cubiertos de una leve capa de harina y azúcar glas

—Acabo de hacer algo muy estúpido

—¿Cuántas ventanas bajaste a pedradas?

—¡Ojalá y fuera eso!

—Adentro me cuentas, hace un poco de frío y tengo el cuerpo caliente —dijo depositando un beso en la cabeza de Nina y se la llevó sin soltarla ni un segundo.

Del otro lado un hombre con una sudadera gris apoyado sobre sus rodillas dibujó una sonrisa en su boca, le faltaba el aliento pero no precisamente por haber estado corriendo.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora