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Una leve capa de harina deambulaba serena por el ambiente de la panadería cada vez que Reuben Costa se dejaba caer sobre los costales que la contenían, para perder así su mirada en el blanquecino nubarrón que se formaba.

Cada día antes de comenzar su faena, cuando el reloj marcaba las dos con cinco de la mañana, repetía ésta acción con dos únicos propósitos, el primero y casi un ritual: divisar en su imaginario a Nina Cassiani.

Algo que desde ayer, el primer día en que retomó sus labores en la sucursal de "San Martín" ubicada en "Las Cinco Esquinas", era distinto pues la Nina que se le apareció y la que ahora veía no era la que recordaba por más que agitara sus manos en el aire con tal de dilucidar esa ilusión que sólo él era capaz de encontrar en ese polvillo harinoso.

Y según lo que le dictaba la lógica, todo se debía a que cuando dejó salir de su boca lo que realmente sentía por ella, también la frenética figura que invocaba poco a poco comenzó desvanecerse en su cabeza.

No negaría que se sentía distinto: definitivamente era distinto; como si hubiera soltado la carga de esponjas empapadas de agua que traía a cuestas cada vez que atravesaba el río de sus memorias junto a su única y mejor amiga.

Una carga que le pesaba en la realidad y hasta en sus sueños más alocados donde veía a Nina con un cuerpo distinto al que él conocía y que debía aceptar y amar, algo que en verdad hasta con suspiros estaba agradeciendo ojalá no volver a ver porque cada vez que eso sucedía se despertaba totalmente asqueado.

Se sentía bien estar libre de ese peso hasta cierto punto, pero no contar con la presencia de Nina en la panadería le hacía harta falta, era parte de su rutina distinguirla desde el mostrador, emerger por el camino con el solecito tras la espalda, sentir hasta en los tuétanos ese sonoro beso en su mejilla y el hormigueo extraño al cual ya estaba más que acostumbrado, pero que tampoco había percibido los últimos días que pasó a solas con ella en esa habitación de hospital.

—Creo que es tiempo de avanzar —se dijo para sí mismo mientras turbaba por última vez, difuminando así la cara de la pelirroja, la nube blanca de harina y resopló muy fuerte para mover los rizos que le llegaban debajo de las cejas cada vez que se le desordenaba el cabello.

Poco antes de que la harina se asentara, un rostro que sólo había visto una vez se le cruzó rápido como si fuera la luz de un rayo, fue algo casi fantasioso, pero tan conciso que le alegró toda la mañana.

—Hnm si que estaba muy guapa —reconoció —Ojalá me hubiera animado a pedirle su número —se dijo y así se le despertó un instinto básico.

Con esa idea clavada en la mente, tirado todavía sobre los costales, empezó un recuento mental de sus amores y tuvo que reconocer que su experiencia real con las del sexo opuesto, a la altura de sus veintitrés años en cuestiones sentimentales y de placeres estaba en cero: desde que salió del colegio nocturno no había ni siquiera hecho el intento de tener novia o de ir a una cita porque se había enfrascado en sus estudios universitarios, en su trabajo y lo que le quedaba libre del tiempo se lo gastaba feliz con los Cassiani Almeida que eran en verdad, incluidos todos y cada uno de sus errores, una familia ejemplar nada parecida a la mayoría de los Costa que eran unos vagos interesados y aprovechados.

Ese era el otro motivo por el cual llenaba de harina el aire cada día desde que obtuvo ese trabajo en la panadería: poner orden a sus ideas, planeando su futuro el cual era más tangible con cada paso que daba y así dejar atrás sus dolidas raíces porque pensar en su familia, para Reuben Costa Echegaray, no era fácil: la vida se la puso difícil al nomás tragar su primera bocanada de aire luego de salir del útero de su madre.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora