#SemanaDeFloyd
#NoHagasComparaciones
Felix me arrastró sin decir nada más hacia el paradero, mientras yo, a mis espaldas, dejaba un prado de "¿a dónde vamos?", "¿en qué tendré que ayudarte?", "¿piensas estar callado todo el camino?". No sé cuál de los dos era más persistente, si yo con mi tan reconocida curiosidad, o él, con su expresión de «no te diré nada hasta que lleguemos». Como era de esperarse de mi inexpresivo compañero, no dijo nada. Además de ser alguien muy callado, no sucumbía a la tentación de contarme nada. Era una tumba. Mis chantajes y sobornos eran tan inservibles como el patito de hule en la bañera.
Al avecinarse el bus, Felix lo hizo parar y, con un movimiento de cabeza, me sugirió que subiera. Arrugué toda mi cara antes de acceder. Podía haberme detenido por un momento a meditar qué clase de ayuda requería el Poste. No pude, la curiosidad corría por mis venas, así también la adrenalina, así que no lo pensé demasiado y me subí.
—¿A dónde vamos? —le pregunté por última vez. Suponía que me ignoraría como las anteriores veces, pero esta vez no lo hizo. Me miró altivo, su cabeza estaba relativamente inclinada hacia atrás pues la apoyaba sobre el asiento. Su marcada barbilla se podía apreciar con más detalle, incluso lograba ver su tatuaje que se estiraba desde un extremo por su posición.
—A un lugar —respondió cerrando los ojos y cruzándose de brazos.
—Oh, eso responde a todas mis dudas existenciales.
Ignoró mi sarcástico comentario y cerró sus ojos, se removió dentro de su asiento, luego se cruzó de brazos. Apreté mis dientes ¡y me dolió horrible!
—Omití hablar, el dolor me superaba. Ah, pero esto no impidió despotricar mentalmente.
—Me piden ayuda y no sé en qué ayudaré. Quizás el inexpresivo a mi lado quiere hacer un ritual y me quiere ocupar como sacrificio... Esto me pasa por andar de curiosa por la vida. Claro, si el Poste no hubiera pedido mi ayuda seguiría estando en el sofá mirando el techo con Cutro lamiendo mis dedos. —Reflexioné un segundo y olí mis dedos; un olor a sardinas estaba impregnado en ellos que me provocó una arcada—. Espero que antes del ritual me laven porque no quiero morir oliendo así.
Suspiré, apoyando mi cabeza en la ventana. Afuera la calle lucía normal, los autos transitaban, por lo que decidí jugar a contarlos, como solía hacerlo con Lena.
Luego de 78 autos rojos y 45 blancos, Felix se levantó de su asiento y prosiguió a tocar el timbre para que el bus parara.
—Aquí nos bajamos —me informó.
Entre la duda y la tentación, bajé los escalones hasta que me estiré una vez en tierra. Felix se metió las manos en los bolsillos de su abrigo marrón y comenzó a caminar por la acera. No tardé en hacer lo mismo hasta posicionarme a su lado.
La calle estaba poblada de árboles a los costados que hacían del camino una especie de sendero mágico, sacado de alguna fantasía. Una brisa agradable corría e inspiré hondo para oler el sutil aroma a pasto mojado que llegaba. Ya casi no andaban autos, las personas que caminaban desde nuestra acera y la otra, tenían un aspecto tranquilo.
Al llegar al final de la calle, Felix dobló hacia la izquierda. Por consiguiente, hice lo mismo, descubriendo por fin hacia dónde nos dirigíamos.
Una estructura blanca de dos pisos se presentó ante nosotros, tenía un enorme jardín lleno de flores. En el centro del antejardín, un camino de cemento guiaba hasta la entrada de la estructura; una puerta de vidrio corrediza electrónica. Por encima de ésta, un cartel blanco rezaba «Hogar Greenburns». Más abajo, una frase decía: "La familia nunca envejece".
Era un asilo de ancianos.
Mi ampolleta invisible de iluminó, entonces dentro de todos mis recuerdos, hice un esfuerzo para buscar en la sección donde mi curiosidad ha causado más desasosiegos. Di con la lista. En ella estaba inscrito visitar un hogar de ancianos.
Mi corazón se estrujó. Como él lo había dicho, estaba intentando cumplir la lista, y me sentí sumamente feliz de que me escogiera a mí como su ayuda. Después de todo, era nuevo en la ciudad y no conocía a muchas personas como para pedirle su ayuda.
Se detuvo justo frente a la puerta y esperó que ésta se abriera. Entramos sin más preámbulos y nos dirigimos a la recepción (que era como una especie de caseta o boletería). Una mujer pelirroja le sonrió al Poste cuando nos vio de pie desde el otro lado de la barra.
—Al fin llegaste —le dijo, y con la misma sonrisa me miró—. Trajiste a alguien más. ¡Genial!
Como ya podía imaginarlo, Felix solo respondía con ademanes y movimientos con la cabeza. La mujer se levantó de la silla y abrió la puerta, noté que vestía un traje de enfermera. Se acomodó el traje y cerró la puerta de la recepción con una llave que guardó dentro de su bolsillo.
—Vengan —nos animó, acompañando su sonrisa sacudiendo su mano—. Los ancianos ahora están comiendo, luego jugarán a la lotería. Pueden ayudar a la otra visita a ordenar las cosas.
—¿Alguien más vino? —pregunté en lugar de Felix, pues él también lucía algo desorientado.
—Siempre viene. A los ancianos les encanta, y disfrutan mucho de su compañía.
La seguimos por la sala principal que lucía igual al cuarto de estar de nana, mi abuela materna. Había dos sofás que miraban hacia una mesita rectangular y de madera que se encontraba en el centro, un mantel tejido a mano de color blanco reposaba bajo un florero con lirios rosas. El piso era de cerámico oscuro y despedía ese particular aroma a cera. En la pared estaba lleno de cuadros con fotografías de los ancianos en blanco y negro, sus nombres impresos estaban al final de la fotografía puestos en la esquina derecha.
«Los años pasan, pero algunas cosas siempre guardan ese toque antiguo», pensé.
Cruzamos una puerta doble se color marrón que nos enseñó un pasillo largo y lleno de habitaciones. Una música muy relajante se escuchaba de fondo. Mientras más nos adentrábamos por el pasillo, más se intensificaba las risas y los acordes de una guitarra. Ya al final dimos con otra sala; era más amplia que la anterior, llena sillas plásticas, sofás enormes, una televisión plasma colgando de un pilar, una alfombra. El calor se acentuaba mucho más, la calefacción debía ser más alta para los ancianos.
—Es por acá —señaló la enfermera, entrando por un arco hacia una habitación pintada de verde que lucía como el comedor de Jackson, pues estaba llena largas mesas con asientos plásticos. Al final de la sala, una pizarra estaba rallada con la palabra bingo en mayúscula. En una de las mesas, los cartones con números estaban desordenados. Había una bolsa llena de porotos y otra bolsa estaba llena de fichas—. Qué extraño... —susurró la enfermera— ¿dónde se habrá metido?
—¿Quién es la otra persona que vino, señorita...?
La enfermera se echó a reír antes de que acabara mi pregunta.
—Llámenme Jollie. Y dejé de ser una "señorita" hace mucho —agregó, enseñando su anillo de matrimonio en su dedo.
Tras la respuesta, una pegajosa melodía fue tarareada. Felix lanzó un suspiro exasperado y apartó sus ojos de la entrada.
—¡Floyd, Felix! —exclamó Joseff al finalizar la canción de Batman— ¿Qué hacen aquí?
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Un beso bajo la lluvia
Teen FictionLluvia y sol. Chocolate y menta. Multicolor y monocromía. Así son Floyd y Felix; dos amigos de la infancia que se reencuentran bajo las circunstancias menos esperadas y el día menos pensado. Pero lo que fue de una amistad ya no es más que recuerdos...