T r e i n t a y u n o

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La impotencia en los ojos de Felix me trasladó a esos tiempos donde mi vida se reducía a esperar

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La impotencia en los ojos de Felix me trasladó a esos tiempos donde mi vida se reducía a esperar. Esperar para saber qué ocurriría con la chica que me recibió siempre con una sonrisa y hablaba todos los días. Esperar sin saber los motivos de su inesperado accidente. Esperar a que todo se resolviera algún día. Esperar que todo terminara bien.

¿Cómo debía actuar sabiendo que Felix pasaba por lo mismo? 

El tiempo transitaba lento esperando, aguardando silenciosamente que el desenlace fuera un «no ha pasado nada, todo está bien», cuando realmente no era así. Las cosas no se deban simples, sino que te enredaba en una telaraña de porqués y falsas oportunidades. Antes de que una parte se fuera con la muerte de un ser querido, la incertidumbre jugaba el papel de enfermarte y hacerle a la muerte el camino más fácil, entonces, finalmente, te ahogaban en el dolor.

No pude juzgar a Felix por su actitud reacia y tan insultante. Yo también actué de la misma manera, molesta con todo y todos, odiando sus sonrisas. ¿Por qué ellos reían mientras yo esperaba que mi amiga volviese a ser la misma? ¿Por qué disfrutan de la vida y yo no podía hacerlo? Las incógnitas se daban desde la perspectiva pesimista, y así permanecieron durante un largo tiempo. Pero, enojarme con el mundo, así como Felix también lo hizo, no traerían a mi amiga de regreso, por eso dejé de lado mi egoísmo y enojo por pasar el tiempo necesario con Lena. Y si su momento llegaba (lo cual pasó), sería consciente que en su último día estuve a su lado.

Sin embargo, para Felix era diferente, su amigo yacía a kilómetros y kilómetros de nuestra ciudad.

—No hay mucho que hacer —admití con la voz rasposa—, pero... iba a verla todos los días, incluso sin saber si me escuchaba. Le contaba mis días, y confesaba lo mucho que la extrañaba. Si Lena lograba oírme, dejó este mundo sabiendo que siempre sería mi mejor amiga. Adoraba charlar con ella, aunque...

«Solo era un monólogo», pensé.

Lo era, siempre lo fue. Yo era la parlanchina y ella mi fiel oyente. Nunca se cansó de escucharme.

—Yo no puedo estar con él todos los días —manifestó alargando su brazo para sacar con su dedo una lágrima. Ni siquiera me percaté en el momento que las lágrimas cayeron—. Yo estoy aquí y él en Los Ángeles. No se puede.

Me quedé en silencio hasta que los mocos rebeldes a causa del polen quisieron escaparse. Inspiré con fuerza para que volvieran a su sitio. Fue como una inyección asquerosa, que me llenó de entusiasmo y formuló en mi cabeza una idea que me hizo saltar del asiento y espantar al inexpresivo Felix.

—Querer es poder —hablé colmándome de un positivismo que podría haberme garantizado el pase al manicomio por mi exceso de bipolaridad.

Un ojo de Felix se achicó, como si el trauma de mis cambios de estados lo estuviese afectando.

—Y no hay mejor cosa que la fuerza de voluntad —continué.

—No necesito tus discursos motivacionales, McFly.

Un beso bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora