V e i n t i c u a t r o

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Capítulo dedicado a Epounhi

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Capítulo dedicado a Epounhi

Un golpe en mi frente hizo que despertara sobre exaltada, sin discernir dónde me encontraba y con un dolor parecido a quemarse los dedos en la cocina. Froté mi frente mientras mi cabeza volteaba en todas las direcciones para encontrar consuelo de mi inconsciencia y vergüenza ante aquel golpe. Por un breve instante el corazón me dio un vuelco, creí que estaba en la sala de clases, que me dormí escuchando a la profesora Mittler.

Otro segundo: juré que estaba siendo arrastrada hacia ningún sitio por sujetos desconocidos, pues la ventana a mi lado estaba empañada y afuera no lograba entender del todo. Finalmente, cuando mis pensamientos buscaron otra alternativa menos fantasiosa y más central, me percaté que, sentado a mi lado, Felix Frederick me observaba cual psiquiatra a su trastornado paciente. No era la sala de clases, no era un auto con secuestradores, íbamos de camino al hospital por el nacimiento de su hermanita.

Noté que Felix elevó una ceja para luego negar con su cabeza. Seguro mi reacción le pareció de lo más ridícula. Existía una enorme probabilidad de que me sentenciara como una demente o esquizofrénica. Y es que lo último tenía más coherencia, porque es una enfermedad sin cura, como la estupidez. O la torpeza. Yo simplemente caí en las tentadoras redes de Morfeo y desperté porque cabeceaba con el vaivén del bus. Nada más.

Inspiré hondo y lento, sintiendo la maraña de ansiedades alojada en mi estómago por la conmoción del parto. Aquel día podría haber sido el más agitado de mi existencia. Exhalé con pesadez el aire de mis pulmones tras siete segundos conteniéndome. El sonoro resoplido contrastó con el difuso ruido del motor del bus y los casi inaudibles murmullos de pasajeros.

Jugué con mis dedos, escribí mi nombre y dibujé un corazón en la ventana, minutos después, borré todo rastro de mi existencia al pasar el antebrazo para que el vaho me dejase ver al exterior sin problemas. Me moví dentro de mi asiento unas diez veces, zapateé al ritmo de una pegajosa canción que se oía por los parlantes del bus. Volví a mirar por la ventana. Comencé a palpar con la yema de mi índice mis brackets. Estaba más aburrida que un moco en pared. El Poste con patas no hablaba la mayor parte del tiempo; estaba escuchando música e ignorando a la vida.

Comencé a examinar cada curvatura de su envidiable perfil recordando lo bueno que era para descubrirme observándolo. No exhibía algún síntoma de nerviosismo o ansiedad. Estaba como de costumbre. Tan serio. Tan él.

Se giró para mirándome con una altivez casi palpable.

—¿Qué es lo que sientes? —le pregunté anchando una sonrisa. Luego recordé lo dijo antes de que nos enterásemos de todo y tuve la enorme necesidad de aclararme— So-sobre tu hermanita.

Arrugó su barbilla y ladeó un tanto su cabeza con desinterés.

—Espero que no sea chillona.

—Vas a tener que aprender a cambiar pañales, hacerle leche, cantarle cuando esté estrenando sus pulmones...

Un beso bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora