V e i n t i s i e t e

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Felix abrió sus ojos, esto se asimiló a un balde con agua fría contra mi choqueado cuerpo. Todo fue tan inquietante y momentáneo que, para no verme arruinada dentro de la miseria de mi nefasto atrevimiento, tuve la necesidad de pronunciar un «buu» ahogado, permisible y casi inaudible. Adopté una sonrisa temblorosa esperando su respuesta.

De niños, Felix y yo, cuando vivíamos en Los Ángeles y solíamos tener una relación mucho más cercana, nos convencimos inocentemente que si alguien decía un número, comenzaba a girar mientras el otro contaba y se detenía en el número previamente dicho, podía ver un fantasma; para ello, el que contaba debía acercarse a la otra persona, cubrir con las manos los costados de la cabeza y hacer un hueco oscuro entre ambas manos para que al abrir sus ojos, la otra persona se encontrara con el pálido rostro del sujeto que contó y éste hiciese como el típico fantasma de las caricaturas. Teníamos la tonta idea de que ese truco era total e irrevocablemente real, aseguramos sus buenos resultados, aunque nuestros padres sonreían ante nuestra ingenuidad y fingían asombro.

Nuestro planteamiento e incrédula valentía haciendo ese truco, fue lo primero que se cruzó aleteando por mi mente para escapar sana y salva del mar juicioso por mi atrevimiento. No quería ser descubierta, incluso me planteé el qué habría hecho si mi osado impulso hubiese ocurrido. Sea como sea, Felix tenía sus ojos abiertos, me observaba, y yo a él. Rememorar nuestro juego de niños era una forma creativa para zafarme del aprieto.

Felix no decía nada. Tuve la leve impresión de estar esperando a que comenzara a hipar como rana en pantano y delatarme sin la necesidad de hacer mayores investigaciones a cambio.

—Uhh... creo que me faltó colocar las manos a los costados.

Un hipo se atrevió a navegar por mi garganta. Alcancé a contenerlo de sopetón, tragándolo de vuelta a mi diafragma. El gimoteo que cantó mi garganta fue doloroso, mi pecho se contrajo y una punzada se acentuó cerca de mi corazón.

Felix me analizó por otros eternos segundos en los que suplicaba al cielo que cayera en mi mentira y, de paso, mi lado masoquista advertía que esto no se iba a quedar así, que pronto me golpearía el dedo chiquito del pie para que sufriera por mi impertinencia, esa sería la única forma de aprender a no dejarme llevar por la tentación.

Y vaya tentación más callada la que tenía frente a mi nariz, su silencio iba a delatarme en cualquier momento si es que no decía algo. Era confesarlo por mis medios o que lo hiciera mi ataque casi controlado de hipo.

—Si quieres practicar el beso puedes decirlo con confianza.

—¿Qué escena del beso? Estaba jugando. JU-GAN-DO. Ya sabes, como en los viejos tiempo.

Me hice la desentendida, aunque parecía más un pavo histérico. Necesitaba sonar convincente. Contuve con fuerza un «hip» que se atoró en mi garganta.

Un beso bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora