E s p e c i a l 5

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—Y luego papá lanzó un +4... ¡Un detestable +4! Tuve que sacar veinte cartas soportando las burlas de todos los demás. Ese Uno separa familias y amistades, si alguna vez jugamos exijo que...

¿Cómo pasó? No recuerdo el instante en que Joseff Martin y yo decidimos andar caminando sin rumbo por el patio de Jackson como si fuéramos grandes amigos. Supongo que se trató de aquella vez que leyó mi lista de cosas que hacer antes de morir. Sí, me parece que fue aquella vez. Martin siempre está demasiado ocupado hablando como para percatarse que su presencia a veces es fastidiosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a su estadía. Si tuviese que compararlo con algo, lo haría con una mosca. Una mosca que va zumbando de lado a lado.

Martin no es el único con un serio complejo de insecto. También las chillonas que habían decidido seguirnos y cotorrear. No somos sordos (aunque la idea de quedarme sordo no se ve tan mal si así dejo de escuchar a Martin) y ellas estaban lo suficientemente cerca para notarlas. Casi me pisan los talones, una lo admitió con un culpable «ups, casi le quito el zapato».

—Oye, In-Felix —gruñó molesto—, ¿me estás escuchando?

—No.

Por un segundo creí que estoy hablando con McFly con su berrinche. Pensamiento que se esfumó al sentir un pequeño toque en mi estómago. Mis nervios se activaron en dicha zona.

—Felix, ¿verdad?

Me giré junto a Martin, a quien también se le despertó la curiosidad. Por fin guardó silencio, es una cosa milagrosa.

—Sí.

Viendo a las chicas supe enseguida de qué se trata. No hay que ser un sabelotodo para notar que era una más de sus declaraciones. Últimamente siempre era blanco de ellas. Me pregunto las chicas hacen una especie de competencia de valor, por eso siempre vienen a mí. Sin embargo, es la primera vez que me paran cuando estoy con Joseff.

La chica de cabello alborotado, como el de mamá cuando tenía mi edad, se remuevió con vergüenza.

—Uhm, me preguntaba si...

Un quejido desvió la mirada de todos los presentes. Lo siguiente, una pelota rebotando hasta permanecer junto a las botas marrón de una singular adolescente con vestido.

McFly.

El patio entero estalló en risas que incendiaron las mejillas de la pequeña hurón, hasta que el Cabeza de músculo —con quien varias veces me he cruzado en la clase de Filosofía— escupió un arrogante:

—Oye, lánzala.

Me vi con las manos apretadas y pretendí dar paso para recoger la pelota yo, no la pequeña hurón que probablemente quería desfallecer. Fue entonces que se agachó, tomó la pelota y adoptó una pose particular. Una que había visto en diferentes ocasiones. Se ciñó el apellido McFly en cuanto habló.

—¿La quieres? —preguntó en un tono lleno de malicia—. Dime, ¿la quieres?

El Cabeza de músculo se volvió hacia sus amigos sin comprender a qué venía tal pregunta, puesto que su respuesta era obvia. Una vez que se volvió hacia McFly, gesticuló un altanero:

—Claro.

Mala respuesta. Lo siguiente era obvio. Floyd McFly podía llegar a ser una fiera cuando se molestaba, pero no le gustaba ensuciarse las manos. Tal como lo hubiera hecho su padre, terminó lanzando la pelota hacia el techo de la biblioteca.

—Ups —formuló con falsa inocencia—, qué lástima.

Sonreí para mis adentros viéndola marchar, triunfante y de la mejor manera en que se puede escapar de un pelotazo en la cabeza. Recorrí con mis ojos cómo daba pasos seguros de regreso a la estructura del colegio para perderse en los pasillos.

—Iré a ver cómo se encuentra —dijo El parlante humano en forma de aviso. Emprendió camino hacia detrás de McFly, gritándole a todo pulmón su nombre.

Contemplé la escena un par de segundos. Quise ser yo el que corría detrás, pero no pude. Algo me detuvo. No fueron las chicas, que volvían a hablarme, tampoco los ladridos de la bibliotecaria preguntando quién andaba lanzando cosas.

Quien tentó mi atención fue el mismo idiota de la pelota, el que exigió algo sin disculparse, el que observó marcharse a Floyd de forma sarcástica y gritó sin que ella lograra oírlo.

—¡Estúpida perra loca!

Empuñé mis manos otra vez, pasé del grupo de chicas y embestí al idiota que por ser del club deportivo creyó tener el derecho de decir tal cosa. Me lancé sobre él y ambos caímos al suelo. No tuve tiempo de reaccionar, apenas recuerdo qué pasó alrededor. Simplemente actué, y demonios, qué bien se sintió cuando descargué mi furia en la cara del musculoso, quien indefenso y optando por cubrirse, no hizo más.

Ante los ojos de todos, la pelea recién comenzaba. Y tal vez tenían razón, mas en ese instante, me di por pagado. Me levanté del suelo y arremetí una patada en su muslo para luego marcharme.

Un beso bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora