C i n c u e n t a y d o s

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No llevaba bien la cuenta de los días, situación que ha más de alguna persona le ha ocurrido para las vacaciones de verano. Sin embargo, sabía muy bien que mi nombre dicho a gritos por papá no era para ir a clases.

El nuevo integrante McFly sacaba de quicio a papá todo el tiempo, porque a diferencia de la bola con pelos de Cutro, Latte no poseía la disciplina de hacer sus necesidades dentro de una caja con arena, o pedir hacerlas en el patio. De eso la obediencia tenía que encargarse su dueña, es decir, yo. Así que, como rutina por la mañana, interrumpía mi sueño para recoger y limpiar el desastre oliente de mi nueva mascota.

Llegué con el cachorrito en mis brazos, saludando a mis padres con naturalidad, como si portara un peluche. Las explicaciones vinieron luego, peticiones en masa de lo que pasaba por mi mente. Como hija única y la suspicacia de convencer a mis padres con facilidad, les dije que el cachorrito se ganó mi amor, cosa que no se alejaba de la realidad. Latte luego no solo se ganó mi amor, también el de mamá. Papá y Cutro, en lo que se refiere al perro, lo quieren a varios metros.

Latte se acostumbró a la casa en un par de horas, tanto así que marcaba su territorio donde fuese. «Cualquier desastre que haga el perro, Floyd se hace cargo», se convirtió en una especie de lema familiar. Al día siguiente de su llegada, fuimos a comprarle una cama para que pueda recostarse; Latte no podía subir las escaleras, demasiado pequeño y el que le falte la mitad de una pierna dificultaba mucho más. Por las noches, solía aullar a los pies de la escalera suplicando que lo subiera a mi habitación.

—Hola Latte, ¿cómo estás, cariño? —saludaba al cachorrito. Cutro reclamaba amor por su lado, mi rechazo no le causaba cuidado al parecer. Entre el felino y el perro la amistad no daba luces, tampoco entre la cosa peluda y yo.

—Sigo creyendo que Latte no le queda —reclamaba papá. Cierto recelo hacia mi aprecio por los canes se presenciaba en su tono.

—Es mejor que Cutro —me apoyó mamá, para sorpresa del Gran Mika McFly. La sonrisa cómplice que nos dimos causó más celos a papá, que con indiferencia de su ética derrota, le daba un sorbo a su café.

Tras unos veinte minutos procurando que la alfombra de la sala no oliera a orina, llamaron a la puerta.

—Yo iré.

Me levanté del suelo con los guantes para limpiar puestos. Tuve que sacarme uno de ellos para girar el pomo y abrir la puerta. Felix se presentó ante mis ojos, serio como de costumbre. Pero traía algo más que capturó mi atención: un pequeño ramo de margaritas.

—¿Sabes lo tentador que sería tomarte una fotografía así? —le pregunté a Felix viendo cómo extendía el ramo en mi dirección.

—No digas más y recibe las flores —desdeñó tras una mueca de amargura. Definitivamente no le parecía buena idea esperarme con un ramo de flores,  condición que papá le impuso para salir con su única y apreciada hija.

Un beso bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora