Capítulo 1

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Eugene, Oregón.

Día presente.


Un intenso dolor se extendió por su nuca en el preciso momento en que bajó del auto. Anayra se llevó la mano a la zona adolorida al tiempo que se le escapaba un quejido, seguido inevitablemente de una maldición. Ni siquiera se molestó en mirar hacia atrás o buscar la posible causa de aquel golpe que acababa de "recibir". El dolor se había esfumado con la misma velocidad con la que había aparecido, como solía ocurrirle desde que podía recordar. Habían transcurrido tantos años desde que sintió el primer "golpe fantasma" que ya no sabía cuándo había comenzado con exactitud.

—¿Qué sucede? —preguntó su hermana desde el otro lado del coche, sus grandes ojos de un tono verdoso cargados de curiosidad.

Anayra cerró la puerta de su vehículo con fuerza, se colgó la mochila al hombro y comenzó a caminar hacia ella. 

—Otro de esos golpecitos fantasmas como tú les dices —dijo molesta. Por mucho que llevara sintiendo esos dolores repentinos, aún no se acostumbraba a ellos. Llegaban de la nada, a cualquier hora, en cualquier parte del cuerpo, a veces los sentía como patadas, otras veces como golpes con objetos muy duros y, de vez en cuando, como si su tobillo se torciera, incluso cuando ella no se encontraba caminando. Éste lo había sentido como un balonazo. De cualquier manera, los odiaba, sin importar la forma en la que se le presentaran.

Llegó junto a su hermana, dispuesta a encaminarse hacia la entrada del nuevo instituto, un gran edificio de dos plantas pintado en colores rojo y beige. Apenas había avanzado un paso cuando la mano de su hermana se aferró a su antebrazo, deteniéndola. Volteó el rostro y le dio una mirada inquisitiva.

—Prométeme que serás más amable —dijo con un tono de súplica en su voz.

Anayra dejó entrever una sonrisa cínica. 

—¿Y cuándo no lo soy?

El angelical rostro de su hermana menor adquirió un aspecto más serio, aunque incluso así seguía viéndose tierna. 

—Hablo en serio, no haremos ningún amigo si tú te comportas como siempre —se quejó ella.

—Pero sí soy amable, con quienes se lo merecen, claro. No puedo ser como tú y andar repartiéndole sonrisitas a medio mundo, por más idiotas que sean —aclaró Anayra. No soportaba oír las exigencias de su hermana respecto a su comportamiento, era algo que por lo menos debía escuchar una vez al día. Tanto de ella como de su madre. Eran exasperantes. Más de una vez se preguntó a sí misma si no se cansaban de intentar que se comportara como ellas querían, porque a ella sí que la cansaban—. Bien, tú ganas, Gwen. Lo voy a intentar —agregó al ver que la expresión de su hermana continuaba siendo la misma. Era una completa mentira, no lo intentaría ni un poco, pero esas palabras siempre acababan complaciendo a la enana.

Gwen sonrió y comenzó a caminar. Ella la siguió de cerca. Al cabo de varios minutos, en los cuales estuvieron dando vueltas por los pasillos, por fin consiguieron encontrar el salón de clases. Por insistencia de su hermana, Anayra tuvo que abrir la puerta y entrar primero. 

—Hola, permiso —dijo en el tono más cortés que pudo, dirigiéndose solo al profesor, e ignorando con facilidad todas las miradas que se habían posado sobre ella y su hermana.

El hombre barrigón y casi calvo que estaba de pie frente a la pizarra se giró hacia ellas. 

—¡Hola! ¡Bienvenidas! —saludó con una gran sonrisa, la cual Anayra ni se molestó en devolver. Tanta efusividad la abrumaba. Por suerte para ella, al señor pareció no importarle, ya que siguió hablando como si nada—. Imagino que ustedes son... —Bajó la mirada hacia su escritorio, hizo a un lado unos papeles y tomó uno más pequeño que estaba debajo—. Gwen y Anayra Henderson, ¿verdad? Yo soy el señor Robertson, su profesor de historia.

Alianza de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora