Epílogo

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Arben, la ciudad ubicada en el corazón de Callandir, era considerada como la ciudad más hermosa de todo el continente por varios motivos. Una de ellos era la muralla que la rodeaba. Tenía aproximadamente cincuenta metros de altura, contaba con trece puertas doradas distribuidas a lo largo de toda la ciudad, y cada una de ellas tenía dos estatuas; a la izquierda se alzaba un león alado, parado sobre sus cuartos traseros mientras que sus patas delanteras reposaban sobre el arco de las puertas, y a la derecha se hallaba una leona alada en la misma posición. Tanto la pareja de leones como la muralla entera habían sido construidas en granito blanco, y gracias a la magia que había usado su creador, centelleaba como si todas las estrellas del firmamento hubieran ido a posarse allí.

Era ya muy entrada la tarde cuando Alarik llegó a una de las trece puertas, la llamada puerta de Arath. Los guardias que la custodiaban vestían armaduras blancas con detalles en dorado al igual que sus capas, y sobre las corazas tenían pintada la pareja de leones de la muralla. Uno de ellos se adelantó al verlo.

—Buenas tardes, señor —saludó con una cordial sonrisa—. Su identificación, por favor.

Alarik observó al segundo guardia, y su cara se contrajo en un gesto de fastidio al notar que era igual de joven que el primero. Apenas pasaban de los veinte, ninguno iba a reconocerlo, no en persona. Típico de su hermano, siempre le hacía lo mismo. En ese preciso momento debía estar viendo la situación y divirtiéndose a costa suya y de los guardias novatos.

—Me temo que no tengo identificación —contestó mientras seguía avanzando hacia las puertas.

El segundo guardia le salió al paso.

—Alto ahí, señor, no puede entrar sin una identificación.

—Es alteza, no señor —aclaró Alarik—, y deberías hacer una reverencia, además. Mi nombre es Alarik Hilgarth, príncipe de esta ciudad, así que hazte a un lado y déjame pasar.

—Es un pobre loco, no hay duda —dijo el primer guardia, mirando a su compañero, que se había mostrado confundido—. El rey habría anunciado la llegada de su hermano de ser así...

—No, nunca lo hace. Prefiere ver cómo dos guardias novatos me tratan como a un cualquiera y me prohíben la entrada, aunque no necesito que den la orden para abrir la puerta. Puedo hacerlo yo, con permiso.

Esquivó al guardia delante de él, ignorando las protestas del primer guardia, que cesaron en cuanto se oyó un ruido al otro lado de las puertas, y estas se abrieron de par en par.

Un tercer guardia apareció en la entrada, alarmado. Sin embargo su expresión cambió a una de asombro y luego reconocimiento al verlo. Alarik también lo reconoció y sonrió. Era joven como los otros dos, y no recordaba su nombre, pero era el guardia novato que lo había recibido hacía seis meses.

—Alteza. —El joven hizo una rápida reverencia.

—¿Alteza? —preguntaron los otros dos a coro.

—Olviden las disculpas, las reverencias, y lo que sea, sigan con su guardia —dijo Alarik, y se volvió hacia el tercer guardia—. Y tú... Recuérdame tu nombre. Ah, Garret, bien, tráeme un caballo, por favor.

Al cabo de unos tres minutos, Alarik se detuvo frente a un edificio blanco de tres pisos, por encima de la puerta colgaba un cartel que rezaba en letras doradas: El Vigía Alado. Era la posada más cercana a la puerta, y podría haber hecho el camino a pie, pero tenía prisa por ver a su hermano. Le sorprendió encontrar el interior de la posada vacía, ni siquiera vio a Wilmer, el viejo posadero, de pie detrás de la barra. En toda la estancia, solo había un hombre.

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