Capítulo 43

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Megan

Esa misma noche, después de varias conversaciones repletas de vacilaciones y dudas, finalmente dejamos de lado el miedo e hicimos nuestras maletas, abandonando el castillo Neuschwanstein en dirección al aeropuerto.

Acomodados en nuestros estrechos e incómodos asientos de avión, rodeados de personas en una desordenada tercera clase de una aerolínea cualquiera, Cristianno y yo nos lanzamos a la aventura. Aunque sabíamos que lo que hacíamos era sumamente arriesgado, estúpido y egoísta, estábamos más felices que nunca.

El camino que teníamos por delante era incierto, pero ese factor no nos detuvo y tampoco nos impidió viajar y recorrer el mundo. Durante siete meses, amparados por la libertad que nos concedía el anonimato, Cristianno y yo hicimos lo que queríamos y más importante aún: a nuestro propio ritmo.

En cada país que aterrizamos, conocimos lugares, personas y culturas diferentes; nos adentramos en pasajes maravillosos que quitaban el aliento; empujamos nuestros límites mentales y físicos; nos desafiamos el uno al otro a tomar riesgos y a enfrentar fobias; reímos, lloramos y discutimos, viviendo rápido pero amándonos lento.

A lo largo de nuestra travesía, estuvimos en el carnaval de Río de Janeiro en Brasil; montamos elefantes en Tailandia; caminamos en la muralla China; escalamos Machu Pichu en Perú; nadamos con tiburones en Bahamas; volamos en globo aerostático en Turquía; bailamos en los festivales Tomorrowland y Coachella en Bélgica y EE.UU; jugamos con tigres, leones y jaguares en Emiratos Árabes; acampamos en el Gran Cañón; descendimos en snowboard en Canadá; descubrimos Chichen Itzá en México; contemplamos auroras boreales en Islandia; recorrimos el Mediterráneo en velero; montamos camellos y vimos las pirámides en Egipto; hicimos un safari en África; nos adentramos en el Amazonas; bailamos tango en Argentina; apreciamos las estrellas en el desierto de San Pedro de Atacama en Chile; saltamos en paracaídas y surfeamos olas gigantescas en Hawaii; compartimos una romántica cena frente a la torre Eiffel en Francia; participamos en una carrera de colores en Alemania y viajamos en moto por toda Europa.

Tengo que admitirlo, al principio no creía que fuera posible, pero al final realmente todo salió bien e incluso mejor de lo que había planificado. Nadie nos molestó ni se entrometió en nuestros asuntos, tampoco descubrimos intrusos siguiéndonos y por fortuna no tuvimos la necesidad de utilizar nuestras armas en ningún momento.

Sin embargo, comportarnos como una pareja de jóvenes normal resultó más difícil de lo que habíamos imaginado. Aunque lo intentáramos, éramos muy distintos a los demás: tratar de actuar de forma más espontánea sin pensar tanto en las consecuencias era algo que nuestras mentes calculadoras no podían procesar.

Poco a poco comprendimos que no teníamos que ser necesariamente igual al resto de las personas de nuestra edad, porque nuestros mundos son totalmente opuestos y jamás se asemejarán. Pese a que en la práctica podíamos viajar constantemente sin ser arrestados, en teoría nunca podremos darnos el lujo de ir completamente despreocupados.

Siempre habrá alguien detrás de nosotros, listo y esperando para atacarnos y asesinarnos.

Es por todas estas razones que Cristianno y yo decidimos crear un mundo propio en donde no tuviéramos que encajar a la fuerza, un santuario en el cual podíamos ser nosotros mismos, existiendo sólo los dos en base a nuestras propias reglas y códigos.

No obstante, aunque no habitábamos en la misma realidad, nos apropiamos de un pedacito de la suya y compartimos con el mundo las fotografías que capturamos para registrar todo lo que vimos a lo largo de esos siete meses. 

La idea original era guardarlas para que en un futuro pudiéramos recordar esos días, cuando fuéramos ancianos. Lamentablemente, no viviremos tanto tiempo como para mostrárselas a nadie especial, así que resolvimos publicarlas en una cuenta de Instagram.

El truco para que nadie descubriera que somos nosotros, fue subir cada fotografía sin mostrar nuestros rostros. De esa forma, nuestra esencia prácticamente seguiría intacta, ya que estaríamos protegidos por el anonimato.

Y en cuanto a nuestras fotografías, permanecerán con vida en esa cuenta de Instagram como un mensaje inspirador para las siguientes generaciones que ansían conocer y devorar el mundo por sí mismos, sin importar que nosotros estemos muertos.

Ese será nuestro legado, no es mucho pero consideramos que es lo más valioso que podemos dejar atrás cuando llegue nuestra hora. Porque sabemos que esa hora eventualmente llegará y cuando lo haga, esas fotografías serán todo lo que quede de nosotros.

Pero estamos tranquilos, porque pase lo que pase, esas fotografías representan que Cristianno y yo existimos en un momento y lugar determinado, que nos amábamos con locura y que vivimos cada día como si fuera el último. 

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Déjame ir o ámame así (ASP #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora