1. Batalla

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Todos estábamos rodeando a la diosa de la luna. Lucía como una chica normal, común y corriente. Eso era lo que más me enfadaba. Pensé, por una milésima de segundo, en abofetearla, pero probablemente me hiciera más daño a mí misma que a ella.

Debí abofetearla.

Coyolxauhqui explotó como si de una supernova se tratara, lanzandonos hacia todos lados. Caí sobre mi trasero. El polvo del suelo se levantó formando una enorme nube que nos cubría a todos. Me había raspado las manos y unas gotas de sangre comenzaban a salir. La cabeza me dolía y me zumbaban los oídos.

Vi a Rodrigo ponerse de pie cuando la nube de disipaba. Él volteó para todos lados, quise preguntarle si estaba bien, pero la voz no me salía. Una línea de fuego azul serpenteo hacia su tobillo, dónde se enroscó: Azul, su serpiente ignífuga seguía viva. Rodrigo la recogió y le dijo algo. Cómo yo no hablaba pársel, no supe que le dijo, pero segundos después, Azul le mordió el brazo.

—¡Rodrigo! —Grité su nombre. Intenté ponerme de pie para ir hacia él, pero las piernas me fallaron.

Todo él comenzó a prenderse en llamas azules. Por un segundo temí que estuviera quemándose y se redujera a un montón de cenizas. Pero no pasó eso, el fuego se fue volviendo rojo, hasta tal punto de concentrarse en su espalda, donde sus alas empezaron a arder y formarse.

Siempre que veía eso me fascinaba. Sus grandes y hermosas alas verdes. Justo del tono de mi color favorito.

—¡Coyolxauhqui! ¡Aparece! —Gritó Rodrigo

—Aquí arriba, cariño —la diosa habló. No sabía dónde se encontraba, pero se oía cerca. Vi hacia donde Rodrigo apuntaba: la Pirámide de la Luna.

Ahí, en la punta de la Pirámide, estaba ella, la peor diosa de todas. Vestida cual guerrera, con su escudo y su lanza, lista para la batalla. Giró su cabeza haciendo tronar su cuello. Una gran sonrisa siniestra se formaba en su rostro.

Rodrigo corrió hacia la Pirámide.

—¡No! ¡Espera! —No me escuchó. Me puse de pie para correr hacia él, pero un rayo dio justo delante de mí, lanzándome de vuelta al suelo.

Ahí, en el humeante cráter, había aparecido un repugnante esqueleto negro con alas, un horrible y maloliente tzitzimitl.

Contuve una arcada.

La bestia comenzó a sacar una flecha del carcaj que llevaba en la espalda, pero yo fui más rápida que esa cosa. Desenfundé la daga ceremonial que Rodrigo me obsequió. Una hermosa daga de veinticinco centímetros de largo. Diez eran el mango, hecho de reluciente oro con grabados del sol, rematado con un trozo de jade verde. Quince eran de la hoja de obsidiana negra, tan afilada y tan brillante, que lograba cortar lo que se le pusiera enfrente. Una daga digna de un sacrificio a los dioses.

Di un salto y clavé la daga en el pecho del tzitzimitl. Éste explotó en el acto, en una nube negra como la noche. El omeyotl, la sustancia primigenia, con lo que estaban hechas las criaturas del mundo de los dioses. Muy parecido al tézcatl, que servía para ocultar lo mágico de los mortales.

Debo decir que el omeyotl huele a azufre, como los huevos una vez echados a perder. Contuve otra arcada.

Los demás chicos ya se habían puesto de pie, y estaban combatiendo las criaturas que poco a poco iban llegando. Bien, a trabajar.

Convertí mis ojos, nariz y oídos en los de un jaguar. Me provocaba una sensación rara y confortante a la vez, como si transformándome liberara a mi verdadero yo (cosa que, en teoría, es cierto, ya que librero mi tonalli, mi espíritu).

La Trilogía Azteca 2: Los Nueve InfiernosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora