33. Temiminalóyan

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Al entrar a la cueva, los cuatro nos quitamos nuestras armaduras, dejando los medallones a la mano. 

Sentía la ropa húmeda y pesada por el sudor, además de apestosa. Necesitaba un baño de forma urgente, y me regañé mentalmente por estar pensando en eso en lugar de averiguar cómo saldríamos de la cueva. Todavía me sentía un poco aturdida por el encuentro con Michael hace unos cuantos minutos, y mi cerebro no estaba funcionando bien. No recordaba qué ocurría en este infierno ni quién lo gobernaba.

Quería llorar, pero no podía darme ese lujo por el momento, así que sólo comí los chocolates que me quedaban de la estancia en el hotel de mi padre. Les di uno a mis amigos, para que todos pudiéramos disfrutar de las endorfinas que se liberaban por acción del sabor del cacao en nuestras lenguas.

Le di un gran trago a mi termo de cacao para recuperar fuerzas, y estaba por sacar mi segundo chocolate cuando una flecha salió de la nada y se clavó en el suelo a escasos centímetros de mi pie. ¿Acaso no podían dejarme disfrutar del placer de comer en paz por un momento? Devolvió el chocolate a la caja, esperando tener otro momento de paz y tranquilidad para poder comérmelo como los dioses dictan.

Toqué mi medallón y la macana apareció en mi mano. Transformé mis orejas en las de jaguar, y escuché el zumbido que provocaba una flecha al surcar el aire, y moví mi macana a tiempo para romperla, sintiéndome toda una jedi. Pude romper dos flechas antes de que Mar reaccionara y nos dijera lo más obvio pero que nadie pensó:

—¡Armaduras! —Nos avisó justo a tiempo, ya que una lluvia de flechas nos cayó encima. Mi armadura apareció en el momento en que todas las flechas me golpeaban, rompiéndose y astillándose todas y cada una de ellas.

Un gruñido me hizo darme la vuelta.

Una flecha sobresalía del abdomen de Payne, atravesando su armadura. Mi amigo cayó de rodillas, haciendo presión alrededor de la herida para no perder sangre.

—No, no, no —dije corriendo hacia él—. Se suponía que las armaduras nos protegerían de todo. ¿Cómo logró atravesar la tuya?

—No lo hizo —se quejó Payne entre dientes—. Supongo que no fui lo suficientemente rápido para colocarmela.

Toqué el medallón de Payne, y su armadura desapareció, revelando una flor de sangre que nacía desde la flecha, manchando su playera blanca. Payne intentó sonreír, pero terminó haciendo una mueca de dolor.

—Creía que eras el dios de la velocidad —dije soltando una risa fingida. Intentaba mostrarme calmada, pero en realidad me sentía muy nerviosa. No podía perderlo. No a él, no ahí.

Toqué mi medallón e hice aparecer mi escudo. Mar lo tomó, sabiendo qué quería. Ella se puso detrás de mí, creando una barricada con los escudos.

Alessa tomó una de las manos de Payne, y le quitó el flequillo de la frente, que se le pegaba por el sudor. Volteé a verla, y ella entendió lo que quería decirle con la mirada. La hija de Atlavâ sujetó la otra mano de Payne y yo extraje la flecha de un tirón, sacándola entera, sin astillas ni esquirlas de la punta. Payne sólo apretó los dientes, marcando los músculos de su quijada, tratando de no gritar por el dolor.

Alessa sacó gasas y vendas de su mochila, y el termo de cacao de Payne. Ella se dedicó a limpiarle la herida y darle el cacao para que sanara, mientras Mar y yo evitábamos que más flechas se le clavaran. Alessa vendó el abdomen, y estoy segura de que ella lo tocó por más tiempo del necesario, pero al final quedaron bien colocadas. Ni yo lo hubiera hecho tan bien.

Payne se coloco la armadura e invocó su lanza, caminando y apoyándose en ella, como si de un bastón se tratara.

—¿Mejor? —Preguntó Mar. Tuve que detenerla para que no le diera un zape por lento.

La Trilogía Azteca 2: Los Nueve InfiernosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora