42. Destino

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Payne

Xochitónal seguía siendo la misma iguana que cuando la vi por primera vez: gigante, molesta y apestosa.

Había encendido mis puños, que estaban envueltos en llamas del mismo color lila que mis ojos, y trataba de golpear a la iguana en el hocico, pero Xochitónal era una buena contrincante y lograba resistir todos mis golpes. Ella soltaba mordidas al aire y zarpazos con sus afiladas garras, pero, con mi velocidad, conseguía esquivar todos y cada uno de sus ataques.

Los muertos que estaban en este lugar, que eran todos aquellos que no lograban cruzar las negras aguas del río Apanohuacalhuia y, que tarde o temprano serían un bocadillo para la iguana, se habían retirado al lecho del río, temiendo por su triste y corta existencia.

Así que, sólo estábamos los dos, luchando en el agua e intentando derrotar al otro. A eso sumándole el hecho de que yo estaba tratando de mantenerme a flote para no ahogarme. No era una batalla muy justa, siendo claros.

Hice que el fuego de mis manos ardiera con mayor intensidad, cubriendo toda la longitud de mi brazo, y haciendo que el agua a mi alrededor comenzara a hervir, para intentar cocer a la iguana, cuando menos. En ese momento, no recordaba que las iguanas son de sangre fría y les gusta el calor, así que sólo le estaba haciendo un favor. La iguana rugió, disfrutando de las aguas termales.

—¡Maldita lagartija sobrealimentada! —Grité furioso, soltándole un gancho en la quijada, que terminó su rugido con un chasquido: su hocico cerrándose por el golpe,

Le había dado con tanta fuerza, que mi puño quedó grabado a fuego ahí donde impactó, literalmente. La figura de mi puño humeaba y emanaba un olor a escamas chamuscada, el cual era aún más repugnante que el olor a escamas remojadas. Xochitónal se quejó del dolor, pero no retrocedió: más bien, parecía que había presionado el botón del frenesí, ya que sus movimientos se volvieron más rápidos y letales. Sus garras lucían más grandes y afiladas, y con los golpes que daba, apenas me daba tiempo para frenar sus golpes.

Uno de esos acertó, haciéndome un feo corte en el brazo. No tuve tiempo ni para quejarme, ya que Xochitónal soltó otro golpe, y luego uno más. Comencé a sangrar del otro brazo, y también del pecho; los cortes mostraban la carne viva y me ardía al contacto con el agua sucia del lago. Estaba exhausto y me iba volviendo más lento con cada minuto que pasaba. A este ritmo, terminaría siendo picadillo de dios.

Usé un poco más de la poca magia divina que me quedaba, haciendo que mis llamas ardieran con mayor intensidad. El agua a mi alrededor empezó a bullir de forma violenta, produciendo mucho vapor y dejándome prácticamente a ciegas.

Entonces se me ocurrió una idea.

Empecé a mover mis brazos de forma aleatoria, hirviendo más y más agua, creando una cortina de vapor que me ocultaría de la Xochitónal. La iguana debió haber adivinado mi plan, pues rugió molesta de nuevo, y chapoteaba agua fría para dispersar el vapor, pero ella era más lenta que yo. No por nada era el dios de la velocidad. Era suficiente vapor para lo que quería hacer, así que apagué mi fuego, me sumergí en el agua y me fui nadando hacia el pequeño islote que estaba en el centro del lago.

En tierra, yo tendría la ventaja.

Podía ver a Xochitónal salpicar entre la nube de vapor, tratando de dispersarla, pero sin gran éxito. Esperaba que esto me diera suficiente tiempo para lograr atravesar todo el lago y llegar al túnel por el cual se habían ido Mich y las demás. Los cadáveres ya no estaban en la superficie, así que ellos no causarían problemas. Estaba tratando de calcular la velocidad a que debía correr para ir sobre la superficie del agua, y si es que tenía aún el poder de hacer eso, cuando me di cuenta de que, en lugar de dispersarse el vapor de agua, cada vez había más y más, volviendo más denso el aire.

La Trilogía Azteca 2: Los Nueve InfiernosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora