35. Apanohuayán

209 29 318
                                    

Acabábamos de entrar al Octavo Infierno, el lugar donde nacen los nueve ríos de la conciencia.  

Payne encendió la lámpara de su celular para alumbrar el lugar, una cueva que estaba estaba sumida en oscuridad. La curva era enorme, y parecía no tener fin. Hacía arriba apenas podía verse el techo, tapizado con estalactitas afiladas, las cuales llegaban hasta donde alcanzaba la vista.

El agua por donde navegábamos era negra, y no permitía ver nada más debajo de la superficie. Cambié mis ojos a los de jaguar, tratando de ver más allá, pero era imposible. El agua era tan negra como una noche sin estrellas.

—Debajo del agua están los muertos que no han podido cruzar al siguiente Infierno —susurró Mar encendiendo una lámpara que iluminaba más que el celular de Payne—. Están dormidos, así que debemos hacer el menor ruido posible para no despertarlos.

—No están tan dormidos —dijo Alessa abrazándose de Payne—. Puedo sentir cómo se mueve el agua bajo nosotros, y no está precisamente quieta.

Momo iba nadando moviendo sus piernas, creando pequeñas ondas en el agua a su alrededor. Podía ver más ondas por aquí y por allá, y varias cabezas que se asomaban y desaparecían bajo la superficie. Debíamos cruzar rápido este lago, o tendríamos graves problemas.

—Además —continuó Mar en un susurro—, aquí vive la misma iguana con la que nos topamos en el primer infierno. Éste es su reino.

Payne movió su celular, y apuntó hacia una pequeña isla solitaria, que sobresalía del agua a mas de doscientos metros. Ahí, recostada y dormida, una iguana de más de seis metros de largo reposaba. Su cuerpo se elevaba y descendía con su pesada respiración. Conforme nos íbamos acercando, el olor a reptil se volvía más fuerte. 

Tanto Payne como Mar apagaron sus lámparas, dejándonos en penumbra. Yo podía seguir viendo con mi visión nocturna, gracias a mis ojos de jaguar. Momo seguía avanzando, y podía sentir cómo respiraba cada vez más rápido. El pobre hidrajolote estaba tan nervioso como nosotros cuatro.

—Chicos —dijo Alessa con apenas un hilo de voz—. El movimiento bajo el agua cada vez es mayor.

—No hables —le advirtió Mar, hablando tan bajo que apenas podía entender lo que decía—. La iguana gigante tiene una audición casi perfecta. Un gran ruido podría... Ah, ah, ¡ah!

Por un demonio, ¡lo que faltaba!

—¡ACHÚ! —El estornudo de Mar fue tan estruendoso que hizo tintinear las estalactitas en el techo.

Tapé la boca de Mar, mientras ella trataba de disculparse y Payne la shusheaba para callarla. Volteé a ver a la iguana, y pude ver cómo abrió sus ojos de golpe, sin moverse ni un centímetro.

—Despertó —dije en un respiro, y Mar dejó de moverse. Todos lo hicimos, incluido Momo.

Nadie respiraba, tratando de no hacer nada, absolutamente nada de ruido. Toqué me medallón para desaparecer mi casco, y cambié mis orejas a las de jaguar, agudizando lo más posible mis oídos, intentando oír lo que sea.

Fueron varios segundos tortuosos, dónde comenzaba a marearme por la falta de oxígeno. Estaba por rendirme y volver a respirar cuando oí cómo se movían pequeñas piedras y caían al agua, haciendo diversos ¡plops!, y salpicando agua.

Momentos después, Xochitónal se movió, arrastrándose hacia el agua. Recordé un documental de Discovery, sobre cómo los cocodrilos se metían al agua para acercarse con total sigilo a sus presas, atraparlas con su hocico y arrastrarlas al fondo del agua, para ahogarlas y desgarrarlas, y después tragarlas.

La Trilogía Azteca 2: Los Nueve InfiernosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora