29. Itztépetl

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En multimedia, distintos tipos de pedernales de obsidiana.

*

Tenía un mal presentimiento de este lugar.

Los cinco caminamos con dificultades, por el suelo irregular, hacia la Montaña de Obsidiana, la cual brillaba como si estuviera cubierta de diamantina, reflejando rayos de luz a todos lados. Con forme nos íbamos acercando, me di cuenta de que esos destellos no sólo estaban en la montaña, sino por todo el lugar, dónde la luz alcanzaba. Incluso en el suelo.

Me puse en cuclillas para ver mejor el suelo, pero la gran oscuridad del lugar y la poca luz no ayudaban mucho. Sólo veía algo parecido a rocas que reflejaban la luz.

Alessa se agachó a un lado mío, quitándose un guante y acercando la mano, pero la alejó un segundo después.

-¡Auch! -Alessa parecía haberse llevado un dedo a la boca.

-¿Qué pasó? -Preguntó Payne corriendo hacia nosotras y sacando su celular para encender la lámpara. El dedo de Alessa tenía un feo corte que sangraba mucho. Saqué rápido mi termo de chocolate y se lo pasé.

-Toma -ella lo aceptó y le dio un trago, y al instante se cerró su herida-. Los pedernales deben estar en todo el lugar, no sólo en la montaña -les advertí a mis amigos.

-Mich tiene razón -dijo Víctor-. Disculpen, debí haberles avisado antes. Todo el lugar está cubierto de pedernales de obsidiana en extremo afilados. Sirven para, como dijo el padre de Mich, desgarrar la piel y arrancar la carne del hueso.

Casi como respuesta, se escuchó un lamento a la lejanía, un grito ahogado de dolor y varios llantos de desesperación. Era una armoniosa melodía de horror.

Escuché que alguien tragó en seco. Puede que fuera yo.

-Bueno -dijo Payne-, todos debemos tener cuidado. Hay que ponernos nuestros cascos y las armaduras completas. Se supone que estas son tan resistentes como para mantenerse en una pieza tras la mordida de un jaguar gigante de Tezcatlipoca.

Mi amigo le extendió la mano a Alessa y la ayudó a ponerse de pie, para luego colocarle el guante como si de una zapatilla de cristal se tratara. Mar, por otro lado, me ayudó a ponerme de pie con un jalón que casi me luxa el hombro.

-Gracias -toqué mi medallón y el casco apareció en mi cabeza.

Mis amigos lo hicieron y también eran personalizados. El casco de Mar representaba la cabeza de un quetzal, el de Alessa a un ajolote y el de Payne tenía un cierto parecido a una cubeta, con un espacio en forma de T para que se vieran sus ojos, nariz y boca. El casco de Víctor era aún más interesante que su traje, pues parecía un casco completo de motocicleta, sólo que sin el visor transparente por dónde se ve: era negro del todo, con líneas blancas a los costados y una especie de banda dorada a la altura de la nariz.

-Oye, Víctor -llamé a mi amigo, intrigada-, ¿cómo puedes ver con ese caso? No tiene el... -dije pasando mi mano frente a mi cara.

-No sé, pero es como si pudiera ver a través del casco, como si fuera de vidrio ahumado.

El chico soltó una pequeña risa y reanudamos la marcha hacia la Montaña de Obsidiana.

Llegamos a la falda de la montaña unos cuantos minutos después. Me quité la mochila de los hombros y la revisé para estar segura de que hace rato vi lo que creía haber visto: un equipo para escalada, arneses, cuerdas, ganchos, aseguradores y mosquetones.

-Víctor -llamó Payne al hijo de Ixquimilli, lanzándole una lámpara de esas que se colocan sobre el casco-, creo que tú deberías encabezar la marcha. Ya sabes, como tu padre es quien domina este infierno, quizá nos ayude a cruzar más rápido.

La Trilogía Azteca 2: Los Nueve InfiernosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora