Capítulo 3

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Incluyéndonos a Mariana y a mí, éramos trece en total los sobrevivientes del edificio.

Un edificio de dieciocho pisos, que supo estar lleno en su mejor época.

Por un tema de seguridad, nos instalamos todos desde el piso quince para arriba. Y, por suerte, yo ya vivía en el dieciséis.

Después de la tormenta nocturna, que fue lo suficientemente fuerte como para satisfacer todos los tachos que teníamos, salió el sol en todo su esplendor, levantando una humedad asfixiante.

Nos reunimos a la hora pactada del almuerzo en la terraza.

Los rastros de lluvia en el suelo se habían evaporado antes de que lleguemos.

Al frente de las ollas estaban, como siempre, Marisa y Fabiana, nuestras ancianas cocineras.

El tipo que me había ayudado con los padres zombies de Mariana se suicidó algunas semanas atrás.

Su perro había enfermado y, al no tener forma de curarlo, murió.

Ese fue el punto de quiebre del sujeto, que no resistió la presión, y se arrojó desde la terraza, a la vista de todos.

Nunca pude entender cómo se animó a dejar a su mujer en medio de tal situación.

Esa noche Mariana lloró hasta quedarse dormida, preocupada porque se me ocurriese hacer lo mismo.

Debí decirle, para tranquilizarla, que nunca la dejaría sola. Y recién ahí logró calmarse.

Alejandra, la esposa del suicida, desde aquel día quedó traumatizada. Nos costó horas de charla conseguir que vuelva a probar algún bocado antes de morir por inanición.

También había una familia joven.

La pareja, Ramiro e Idalina, no superaban los veinticinco. Sin embargo, el stress y la angustia por sus hijos los fue demacrando, dándoles una apariencia mucho mayor.

Tenían dos, Thiago y Mía, de cuatro y dos años, respectivamente.

El varón era igual al padre: morocho, con los ojos enormes y color café. La nena, con el cabello lacio, fino y castaño, salió a la madre.

Ver a aquellos nenes en el ambiente en el que vivíamos era desgarrador. No podía siquiera imaginarme que pasaba por la cabeza de los padres.

Isabel era una señora cuarentona que tenía las mismas razones que todos para querer repetir la escena del suicidio desde la terraza, y a pesar de eso mantenía un ánimo inquebrantable, dispuesto a dar contención a cualquiera.

Sus tres hijos adolescentes no habían vuelto de su rutina cotidiana cuando los disturbios comenzaron. El marido salió desesperado a buscarlos, pero tampoco regresó.

Desde entonces, se convirtió en mamá, psicóloga, enfermera y ayudante de todo aquel que lo necesitaba.

Dos muchachos de más de treinta vivían juntos desde hacía tiempo en el edificio. Siempre se esforzaron en aclarar que eran amigos, pero realmente a nadie le interesaba la veracidad de los dichos.

Gustavo era el cliché de gordo simpático que suele caer bien.

Aunque la escasez de alimentos lo obligó a adelgazar un poco, seguía manteniéndose con sobrepeso de alguna forma.

El supuesto amigo, Víctor, era todo lo contrario. Alto, largo, de cuello estirado y nariz pronunciada.

Otro tipo que no había vivido en el edificio también formaba parte del grupo. En la primera oleada, se había escondido por los pasillos de los pisos más bajos, hasta que lo encontramos mientras rastrillábamos en busca de alimentos.

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