Capítulo 42

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La hora llegó pronto, y uno a uno fueron ocupando los colchones.

Bajé a la recepción, armado con mi martillo, y me quedé sentado en la banqueta, prácticamente a oscuras, iluminado solo por la luz de la luna y las estrellas que se filtraban a través de los paneles del techo.

Unos minutos después, apareció el Carnicero, con la escopeta al hombro.

—¿Qué onda, Manquito? —dijo, dejando el arma en el mostrador—. ¿Tenés sueño?

Negué con un movimiento de cabeza, dejando la mirada perdida sin ningún punto fijo.

—¿Y comida tenés todavía?

—Algo me queda. —respondí, esperando que mis palabras suenen más convincentes que la realidad.

—Nosotros tenemos algo, pero mucho no va a durar —comentó, frotándose la barbilla—. Mucho charqui no se pudo hacer de la minita, estaba en los huesos. Hay que resolver lo de los zombies de afuera. No se van más esos hijos de puta.

—¿Qué se puede hacer?

El tipo se quedó pensativo, analizando las opciones.

—No se me ocurre otra cosa que ir matándolos de a poco.

—Es peligroso.

—Pero es mejor que quedarnos acá e ir comiéndonos entre todos.

Casi que llegó a causarme gracia un comentario de ese estilo, sabiendo que en realidad eran sus prácticas habituales.

—No sería una novedad. —dije, arriesgándome a sonar agresivo.

Sin embargo, el Carnicero dejó escapar una risita.

—No es negocio. Cuando quede yo solo... ¿Qué hago?

Nos quedamos callados por un rato. El tipo que tenía enfrente estaba muy seguro de sus capacidades, mientras que yo sabía que no tenía chances de enfrentar a nadie, ni siquiera al Enano, a pesar de llevarle unos cuantos centímetros de ventaja.

—El problema de salir a matar a los zombies —dijo el Carnicero, interrumpiendo mis pensamientos—, es que es cansador, y da hambre. Y tampoco sabemos cuándo vamos a encontrar más comida. Asique si lo hacemos, tiene que ser cuanto antes.

Ahora que tenemos para comer, y agua.

Asentí. Si salíamos a cazar muertos, tal vez alguno cayera abatido, o al menos mordido. También podrían llegar a generarse más conflictos internos. Quizás surgiera una posibilidad de escapar, y, porque no, vengarme de Chinchulín.

—¿Vos habías dicho que querías ir a Tigre?

—Sí. —respondí.

—¿Seguís queriendo eso?

—Sí.

—¿Para qué? —Me miró fijamente, incomodándome—. Si te adaptás, acá vas a estar mejor. Sacáte esa idea boluda de la cabeza. Aparte no creo que valga la pena. Allá no hay nada, y tenés unos cuantos cordones de zombies en el camino. Si no conocés, es riesgoso atravesar la ciudad.

—Pero yo quiero ir. Quiero comprobar que no vale la pena.

El Carnicero suspiró, manteniendo sus ojos sobre los míos.

—Mientras estés con nosotros, no. Hacete la idea. Es una lástima, Manquito, que tipos como vos estén en este mundo, porque te mereces algo mejor, pero es lo que hay.

—¿Cómo es un tipo como yo? —pregunté.

—Buena persona —dijo, encogiéndose de hombros—. No te conozco mucho, pero es lo que aparentas. Pareces capaz, inteligente. Y te la bancás, no cualquiera sobrevive con un brazo menos. La mayoría ni siquiera con los dos.

—Vengo zafando por pura suerte. —admití.

—Pero estas vivo. Eso es lo que cuenta. —concluyó.

La lluvia había dado paso a un calor húmedo, molesto, y llenó el ambiente de mosquitos que atravesaban piel y ropa como si nada.

—¿No te da calor la barba?

—No. Un poco, sí.

—¿Por qué no te afeitás?

Porque a Mariana le gustaba, pensé.

—Porque no. Está bien así.

El nauseabundo olor de los zombies cubría cada rincón, a pesar de que no cruzaban más allá de la reja de la entrada.

Nos recordaban a toda hora que seguían afuera, esperando por más carne fresca.

La noche transcurrió lenta, y en silencio.

Pesada, calurosa, incómoda y aburrida.

Hasta que llegaron los relevos y me fui a mi improvisada cama a descansar.

La compañía del Carnicero me molestaba, y a la vez me ponía nervioso.

Luego de la guardia, concilié un sueño profundo, sin pesadillas hostigadoras, y me desperté recién cuando salió el sol.

El pie de Benicio me sacó de la somnolencia, golpeando suavemente el colchón. Me levanté transpirado, con hambre y cansado.

Fuimos a la oficina, y tomamos asiento. Fueron llegando los demás tipos, de a uno, entre bostezos y estiramientos.

Una vez que se completó la reunión, con todos los miembros, el líder abrió la charla.

—Anoche estuve pensando —dijo—, y si queremos seguir con nuestra vida normal, no vamos a tener más opciones que salir y matar a todos los zombies que andan dando vueltas.

—¿Matarlos nosotros? —preguntó Chinchulín, abriendo grande los ojos.

—No, podemos llamar al 911 para que se ocupe —respondí el Carnicero, con sarcasmo, arrancando algunas risas forzadas—. Sí, salimos nosotros y matamos a todos los que podamos.

—Son una banda, Carnicero. —cuestionó el Negro.

—Sí, pero podemos ir matando de a poco, y volver, antes de que se agrupen.

Hasta que una idea se materializó en mi cabeza.

—Si me dejan opinar, tengo un plan... —sugerí, tímidamente, provocando que el grupo entero se volteé hacia mí, inquisidoramente.

—A ver, hablá. —gruñó el gordo Luis.

—¿Por qué no hacer lo contrario a lo que hicieron para traerlos hasta acá? —argumenté, pero ante la cara de perplejidad de la mayoría, continúe con mi razonamiento—. Salimos, hacemos que nos sigan, y los llevamos lejos.

Si el plan salía a pedir de boca, podría llevarlos lejos, y encontrar una utópica forma de engañarlos, provocando que los mismos zombies causen una redada. Podría escapar; podría seguir soñando con escapar.

Sin embargo, los sujetos intercambiaron miradas, y se quedaron esperando que el Carnicero hablase.

—Me parece un poco fantasioso —determinó éste—. Si sale mal, encima de correr más riesgos al pedo, vamos a tener que volver al comienzo, y salir a matarlos.

—Podemos seguir aguantando, a ver si se van. —comentó Cogollo.

—No tenemos charqui, curepí. —Lo increpó Orlando, fastidiado—. ¿Qué parte no se entiende de eso?

El Carnicero asintió.

—Si no salimos cuanto antes, nos va a correr el hambre. Y es peor.

Se quedaron en silencio, pensativos. Algunos, adormilados.

—Y bueno, no hay de otra —dijo el Enano—. Voto por salir y matarlos.

—Yo también. —apuntó el Negro.

Chinchulín, Cogollo y el gordo Luis levantaron su mano, sumándose.

—La puta madre. Bueno, si salimos todos, vamos. —escupió Orlando. Matías lo apoyó.

El Carnicero me miró, a la expectativa, pero solo me encogí de hombros. No tenía otra opción.

Aunque, si tenía suerte, podría salir beneficiado.    

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