Capítulo 14

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Nos quedamos sentados por un rato, sin hablar.

El día había sido más que fatigador. Y aún no terminaba.

Había experimentado más acción y adrenalina que la que llegué a sufrir en toda mi vida. Y me había quedado solo; salvo por el desconocido que tenía ante mí, y que era, lamentablemente, la última conexión que me quedaba con la humanidad.

—Che, Ezequiel —dijo, de un momento a otro—, estaba pensando: ¿Vos te quedaste sin provisiones?

Asentí, mordiéndome los labios, sopesando el panorama.

—Si querés podemos patear un toque a ver si encontramos algo; y nos repartimos mitad cada uno.

—¿Por dónde vamos a buscar?

—Hay unos edificios que no revisé, porque me da cagazo entrar solo. Pero de a dos los hacemos tranqui.

Lo medité, dubitativo. El muchacho tenía pinta de saber de lo que hablaba. Y yo no tenía ni la más pálida idea de cómo rastrear alimentos.

Pero también podía ser una trampa. No sabía a dónde podía llevarme.

Inspiré, profundo. Y solté el aire en un suspiro.

—Bueno, vamos.

Era la posibilidad más sólida que me ofrecía la suerte para sobrevivir. Si es que cabía esa posibilidad.

Inmediatamente Ignacio se puso en pie, y lo imité, aunque sin dejar de dudar.

Espió por detrás del contenedor, y comenzamos a caminar por la Avenida Bullrich, contrario al camino que tomaron los ladrones. Por más que me generaba una rabia inmensa el recuerdo del robo, del ultraje y la sumisión que tuve soportar, en realidad temía volverlos a encontrar.

Al llegar a Cerviño doblamos a la derecha. A cada paso me entraba más desconfianza; se movía con una aparente seguridad, increíble para el mundo en el que vivíamos.

O quizá yo era muy cobarde.

Mantenía el estado de alerta constante mientras marchábamos, entre el desorden y abandono que se repetía calle tras calle, atento a cualquier cosa que pudiese pasar de improvisto.

—Parece que conocés bien por acá. —susurré, bajando la voz hasta hacerla apenas audible.

—Sí, conozco —respondió, en un tono despreocupado, al igual que su actitud—. Zombies al menos sé que no hay. O sea, grupos; alguno suelto puede aparecer siempre.

—¿Cómo sabés?

—Porque se dónde están la mayoría. Y obvio que evito esos lugares; cuando pasa algún vivo cerca de ellos, se vuelven locos y salen de todos lados.

—Como nos pasó en Plaza Italia...

—Ajá —siguió Ignacio—. Si ves alguno dando vueltas, es porque se murió hace unos días. Después se juntan todos en algún lugar y se quedan al pedo, en manada. El problema es que no te das cuenta hasta que te aparecen; salvo por el barandazo.

—¿Dónde aprendiste todo eso? ¿Tomaste un curso de zombies? —ironicé.

Soltó una sonrisa forzada.

—La experiencia, amigo —dijo, presumiendo—. Yo les digo madrigueras. Los tipos suelen juntarse en lugares cerrados; edificios, supermercados, lugares así; pero también vi unas cuantas madrigueras en plazas, abajo de los puentes; en todos lados.

—Qué loco... —murmuré.

—Re loco, perro. Pero llega un punto en el que te acostumbrás.

Caminamos un poco más. Tres, cuatro cuadras, bajo el sol inmenso. Llegado un punto, Ignacio se detuvo frente a una torre alta, que debió haber sido blanca en sus mejores épocas, pero que en ese momento se encontraba descascarada, con manchas de humedad y la pintura descolorida.

Conté unos quince pisos, con pocos departamentos por piso, rematados en un elegante balcón francés.

—A este nunca entré —comentó el muchacho—. Le tengo ganas hace rato. Algo tiene que haber escondido.

—Mientras no sean más muertos. —dije.

—Si hay muertos, que estén muertos posta —replicó Ignacio—. Y que no sea una madriguera.

Respiré, temeroso ante la posibilidad.

—Ojalá que no.

El acceso a la torre estaba protegido con una garita de seguridad, cuyas ventanas estaban astilladas, y una reja gris, alta y de acero; sin embargo, la puerta corrediza estaba abierta un pequeño tramo, suficiente como para dejar pasar una persona de costado.

Nos introdujimos, esa vez con la misma cautela los dos, hasta el hall de la recepción.

Nos anticipaba la entrada al garage subterráneo por la izquierda, pero lo obviamos. Sentimos un olor putrefacto y denso que provenía desde allí cuando nos acercamos a echar un vistazo.

Apenas entramos, nos chocamos de frente con dos ascensores amplios, varados en la planta baja, con las puertas abiertas y los vidrios rotos; uno, incluso, tenía rastros de sangre impregnada.

Toda esa idea me dio mala espina. No me parecía un buen plan entrar a revisar aquel edificio. Podíamos encontrar cualquier cosa. No sabía si iba a estar a la altura de la circunstancia.

—¿Estás seguro de entrar?

—Tengo que llevarle comida a mi hijo, amigo. Estoy re seguro.

—¿Y si hay zombies?

—Les damos —dijo, mientras encaraba hacia las escaleras, alzando el machete—. O corremos, si son muchos. Si vas con cuidado te das cuenta al toque si son muchos, Eze. Bajamos rápido y nos vamos por donde vinimos.

Antes de seguirlo, tenía otra pregunta más.

—¿Y si hay personas vivas?

Me miró, encogiéndose de hombros.

—Si son piolas, mejor. Y si no, yo me paro de manos y vos corré.

Qué día largo.

Me armé de valor. El estómago me empezó a crujir, de nervios y de hambre.

Supongo que eso me empujó un poquito más a seguirlo.

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Buenos Aires ZombieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora