Capítulo 35

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Saqué de la mochila el líquido desinfectante y las pastillas, junto con una botella de agua.

Y antes de cerrarla, miré en el interior; tenía comida para resistir algunos días, si era verdad que nadie te robaba nada. Debía alcanzarme para alimentarme y mantenerme con energías para cuando surja la posibilidad de huir.

Esperaba no tener que cederla la razón a Benicio, encontrando aquello que me hiciera quebrar.

Por más que me había planteado ser más duro, priorizar mi vida a cualquier cosa, esos tipos eran un extremo al cual no quería pertenecer.

No me era posible alejarme tanto de mi esencia.

Pero también quedó rondando en mi cabeza la historia del sujeto que quiso escapar.

¿Qué chances más favorables tendría yo que aquel condenado que no llegó a concretar su escape?

¿Debería soportar una tortura de igual magnitud?

Puede que todo lo que haya dicho Benicio sea parte de un elaborado plan, una estrategia, para persuadirme sobre lo que me convenía hacer.

Aunque parecía sincero el grandulón.

Basta. No debía fiarme de nadie. Y tenía que irme de ese depósito a como dé lugar.

Quité las vendas teñidas en rojo del muñón, y las reemplacé por nuevas, luego de limpiar lo mejor que pude. No estaba tan mal, pero no cicatrizaba. Mientras no tuviese calma, no se curaría del todo bien.

Jamás había tenido una herida de tal gravedad, por lo que tampoco sabía a ciencia cierta cómo reaccionaría mi cuerpo ante aquella situación.

Tomé un calmante y un antiinflamatorio, y me acurruqué en el colchón, en estado fetal.

Apenas me relajé, caí dormido.

Un breve período de tiempo.

Una patada, suave, sin violencia, en el pie, me despertó. Era Orli.

—Vení, curepí. Llegaron los otros muchachos del equipo. Quieren conocerte.

Yo no quería. Quería quedarme allí, solo, aislado, hasta que todo termine. Hasta que mágicamente todos ellos murieran y pudiese seguir camino a Tigre.

Me levanté transpirado, con pesadez y somnolencia. Me picaba todo el cuerpo; los mosquitos me habían acribillado mientras dormitaba.

Bajé a toda prisa, siguiendo a Orli, que no se detenía a esperarme.

Luis ya no estaba en la entrada. Había sido reemplazado en la guardia por el Enano, que portaba la escopeta en sus manos, sentado en la misma banqueta, con cara de aburrido.

Atravesamos la nave, hasta las oficinas, y a través del ventanal pude ver a todo el grupo allí reunido, sentados plácidamente en sus sillas. Como si el mundo afuera nunca hubiese acabado...

Entramos, y las miradas se clavaron en mí.

Aparte de los que ya conocía, había tres tipos más. El más cercano a la puerta era un sujeto joven, fornido, atlético, de pelo largo y lacio, que le caía sobre los hombros. Una prominente nariz le dibujaba con fuerza los rasgos del rostro.

A su lado, un chico aún más joven, delgado y largo, jugueteaba con un cubo mágico sin prestarle atención a nada más. Tenía el cabello castaño cortado de la misma forma que el Enano.

Y al lado de este... el Vecino Huraño.

Me paralicé apenas lo vi.

Y creo que él también. Abrió enorme los ojos, alternando la vista entre los míos y mi brazo faltante.

Pero, a pesar de eso, pareció que nadie había notado la presión con la que se cargó la atmósfera entre nosotros dos.

—Este es el nuevo integrante, muchachos —dijo el Carnicero, invitándome a sentar—. Ezequiel. El Manquito.

Tomé asiento, intentando disimular el nudo en la garganta, que me oprimía con fuerza, y me quitaba el aire.

—Él es Matías —siguió el Carnicero, señalando al muchacho de cabello largo—. Cogollo —El chico que estaba jugando con el cubo, alzó un instante la vista, para saludar con un gesto de la cabeza—. Y Chinchulín.

Chinchulín.

No había muerto aquel día. Había ido a parar ahí.

El recuerdo de la muerte de Alejandra atacó mi mente, haciendo crecer en mí una furia voraz.

Tanto tiempo pensado en vengarme, y lo tenía allí, justo al frente mío.

—Los muchachos salieron a recorrer, pero fuiste la única adquisición del día, Manquito. —dijo el Carnicero.

—Está jodido, Carnicero —comentó Matías—. Los cordones nos están rodeando. Cada vez hay más zombies, y menos vivos.

—Parece que todos los edificios están plagados de zombies. —se quejó Cogollo, sin dejar de dar vueltas a su cubo mágico.

No podía prestar atención a nada de lo que conversaban. Pasaban ante mis ojos las imágenes de la persecución en Plaza Italia.

Desviaba la mirada para no cruzarme con el Vecino Huraño.

Hasta que me di cuenta que Matías me hablaba directamente a mí.

—El Carnicero dijo que te mordieron... ¿Cómo fue?

—Un chico con el que andaba buscando alimentos me empujó contra unos zombies que nos habían rodeado, para salvarse él. Y me protegí con el brazo, pero me lo mordieron por todos lados.

—¡Cómo me revientan los cagones esos! —gruñó el Carnicero.

—A mí también. —asentí, mirando imperceptiblemente para el resto al Vecino Huraño.

—¿Te lo cortaste vos?

—No. Fui hasta la casa del chico, para vengarme antes de morir, pero no pude. Me desmayé. Y mientras estaba desmayado, el pibe me cortó el brazo, pero me salvó la vida.

—¿Y no te vengaste? —preguntó Cogollo.

—No. Agarré mis cosas y me fui.

Unos murmullos de decepción recorrieron la mesa.

—Vamos a buscarlo. —sugirió Matías.

—Está del otro lado de la General Paz. —Le dije.

—Ah, no. Entonces no —soltó una risita, y se levantó de su asiento—. Me voy al baño, chicas.

—Yo a la cocina —dijo Cogollo, incorporándose también—. Esta mierda me aburrió, y necesito descargar tensión. —soltó el cubo, y salió, detrás de Matías.

Un escalofrío me recorrió por la espalda, al caer en la cuenta del comentario del muchacho.

—Andá a dormir un poco más, curepa. —Me dijo Orli—. Tenés una cara de cansado...

Asentí, y me levanté sin mirar a nadie. Evité todo tipo de contacto visual, sobre todo con el Vecino.

Si no tenía suficientes incomodidades en aquel despreciable lugar, debía agregarle la presencia de aquel despreciable ser, aliado con esa manada de despreciables seres.

Qué vida de mierda.

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Buenos Aires ZombieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora