Capítulo 39

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Retomamos por una paralela, pero al llegar a la altura por la que habíamos abandonado al chico para que muriese solo, nos encontramos con muertos vivos por todos lados, cubriendo cada rincón de las calles. Vagando sin sentido, deambulando, aun sin notar nuestra presencia.

—¿Qué onda? —preguntó Chinchulín— ¿De dónde salieron tantos?

—Ese pendejo de mierda los habrá traído de algún lado —dijo el Carnicero, enfurecido—. Andá a saber hasta dónde hay zombies. La puta que lo parió.

—¿Qué hacemos? —volvió a preguntar el Huraño.

—No sé. Si seguimos abriéndonos, capaz salimos muy lejos. Y no podemos arriesgarnos a alejarnos sin saber cuántos bichos hay. Los rodeamos un poco más, y vemos que hacer.

Sin embargo, con el correr de las cuadras, la perspectiva no cambiaba; apenas nos acercábamos un poco más al depósito, aparecían nuevos zombies, que nos obligaban a desviar el curso para no ser detectados, y nos alejábamos de nuevo.

Dimos varios rodeos, pero el número de criaturas era considerable, y no lográbamos encontrar un camino libre.

—La puta madre —soltó el líder, fastidiado—. Vamos a tener que pasar matando zombies, me parece.

—Son demasiados. —dije.

—Pero no estamos a más de quince cuadras —replicó el Carnicero—. No vamos a seguir caminando al pedo, si no podemos esquivarlos. Hacete machito, Manco.

Sin darnos alternativa, el Carnicero se largó en picada hacia los monstruos, que esperaban pacientes una nueva víctima.

Chinchulín lo siguió apresurado, pero a mí me invadió la duda.

Podía ser la oportunidad que tanto estaba esperando. O quizás no.

Si optaba por irme, corría la posibilidad de que se dieran cuenta antes de estar lo suficientemente a salvo. Y que me atrapen.

Antes de decidirme, mis pies avanzaron por si solos, y encaré a los zombies de frente.

Imité al líder del equipo, que no iba en línea recta corriendo, sino arremetía directamente contra los muertos, abriéndose paso.

Con el Huraño fuimos detrás de él, ampliando el camino que éste abría.

Sentí con fuerza la ausencia de mi brazo. Era una desventaja enorme.

Por momentos perdía el equilibrio, o necesitaba usarlo para aventar un golpe o un empujón, y debía valerme de mis piernas o del hombro, exponiéndome por demás.

Me enfrenté a zombies que habían sido hombres, y mujeres; gordos, flacos, de huesos grandes, o altos o bajos; con distintos colores, vestimentas o etnias; pero lo más chocante era enfrentarse con los pequeños cuerpos mutilados de los niños.

Tener que abrir de un martillazo la cabeza de un nene hecho zombie, que intentaba rasgar con sus dientecitos la carne que llevaba en mí, era paralizante. Era algo que calaba hasta lo más profundo del alma.

Repartí golpes, codazos, patadas y empujones. Las cuadras se hacían eternas, y plagadas, a pesar de que el Carnicero se ocupaba de casi todos los rivales. No tenía la más pálida idea de dónde estábamos, ni por dónde quedaba el depósito. No era capaz de orientarme en aquel sitio, y ante tanto stress.

Miraba al frente, como un caballo, concentrado solamente en el próximo muerto al que debía derribar. Me concentraba en no quedar rezagado, a merced de la falta de fuerzas en mis piernas y del agotamiento de cada partícula de energía a cada paso que daba.

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