Capítulo 37

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Hasta mi propio inconsciente me impedía descansar: apenas abría los ojos me recordaba la realidad en la que estaba viviendo.

No muy entrada la mañana, todos se levantaron de sus colchones, y me zamarrearon levemente para que me despierte, creyendo que estaba dormido.

—Arriba, Manquito —dijo Benicio, frotándose los ojos, colorados por el sueño—. Hay reunión en la oficina. Vamos.

Estaba fatigado; me dolía cada músculo del cuerpo, y a pesar de eso, la angustia me provocaba un insomnio más poderoso que todo el cansancio posible.

El brazo me ardía, pero no me dieron tiempo a revisar las vendas. Seguí a Benicio a través de las escaleras, hasta la recepción. Sin embargo, allí no había nadie. El arma reposaba solitaria en el mostrador, sin nadie que pudiera portarla.

Una curiosa desconfianza me recorrió, temeroso sobre cuál sería el tema de la reunión.

Atravesamos junto a Benicio, Cogollo, el Negro y Chinchulín el depósito polvoriento, pasando junto a aquellos abandonados racks de un azul desteñido y oxidado.

La atmósfera estaba densa y sofocante, y por los huecos del techo entraba una buena cantidad de luz.

—Todos los días nos reunimos para dividir las tareas —Me explicó Benicio, notando mi nerviosismo—. No te preocupes.

En la oficina ya estaban sentados el Carnicero junto al Enano, quienes hablaban animadamente; unos asientos más allá, el gordo Luis, Orlando y Matías estaban adormilados, con los codos en la mesa, apoyando la cabeza en las manos para no caerse.

Sobre la mesa había un recipiente con esos bastones de carne tétricos, que el Carnicero y el Enano ya estaban devorando.

Solo de verlo el estómago se me revolvió en una pronunciada arcada.

—Buen día. —dijo Benicio al entrar, y todos intercambiaron saludos similares.

Fuimos ocupando las sillas libres, mientras algunos estiraban el brazo para tomar un charqui para el desayuno, ante mi mirada horrorizada.

—Bueno... —empezó el Carnicero— ¿Quién hace la guardia hoy?

—Creo que le toca a Beni —intercedió el Enano—. Mati y el Negro hicieron anteayer.

—Y a Orli —se sumó el gordo Luis—. No te hagas el boludo, paragua.

—Hijo de mil... —soltó Orlando, riendo—. ¡Yo estuve haciendo el charqui!

Al ver que nadie puso demasiado interés en su comentario, siguió hablando.

—Está bien, hago la primera.

—Okey —dijo el Carnicero—. Cogo y Mati, les toca la limpieza.

A pesar de las protestas de los muchachos, no dio el brazo a torcer, y terminaron aceptando a regañadientes.

Me mantuve al margen, evitando el contacto visual con todos. Sin embargo, traté de estudiar cada reacción, cada gesto. Debía mantener la cabeza ocupada, y lo mejor sería convencerme de que cada pista me resultaría útil cuando tuviera la posibilidad de escapar.

—...y el resto salimos a recorrer —continuó el líder del grupo—. El Enano sale con el Negro y Orli. Si Orli, no me mire así; por querer hacerte el vivo, salís, y cuando volvés, tomás la guardia. Yo voy con Chinchulín y el Manco —giró la vista hacia mí, y se quedó mirándome fijo—. Vamos a ver de que está hecho el nuevo.

Un nudo en la garganta me impidió hablar, aunque tampoco se me cruzó por la cabeza alguna palabra que pudiese intentar gesticular.

Hasta que de pronto, entre tanto pensamiento nebuloso, un plan comenzó a formarse en mi mente: si podía convencer a mi ex vecino de atacar entre los dos al Carnicero, podríamos derribarlo, y escapar; incluso sería una buena oportunidad para liquidar de paso a Chinchulín...

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