Capítulo 44

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Todos fueron hacia la sala de baterías, entre charlas y risas, comentando anecdóticamente los eventos ocurridos durante la matanza, para bañarse o enjuagarse la sangre el cuerpo.

Yo me saqué la remera, la tiré a un lado, y me limpié la cara y el cuerpo lo más rápido que pude, para alejarme de aquellos sujetos.

Estaba cansado; y estresado.

Era muy difícil para mí enfrentarme cara a cara con un zombie. Cada uno era un contacto directo con la muerte. Cualquier error, y podía tener la dentadura de alguno de ellos clavada en otra parte que me resulte fatal.

—¿A la tarde hacemos otro rush? —preguntó Cogollo, mientras se bañaba, antes de que yo saliese.

—Si se dispersan un poco, sí. —respondió el Carnicero.

Sin embargo, para la tarde, no se dispersaron en lo más mínimo. La cantidad de zombies que rondaban el depósito, lejos de amainar, había crecido mucho más.

Los que estaban abatidos en el suelo apestaban aún más que los recién llegados, y juntos provocaban una mezcla sumamente olorosa, potenciada por el calor y la humedad permanentes.

Les eché un vistazo desde los ventanales del vestuario, y vi cómo se agolpaban contra las rejas de la entrada, casi sabiendo que nos encontrábamos del otro lado de la muralla.

Pronto, el mal humor condensó la atmósfera del ambiente. Se escuchaban quejas, insultos, y distintos puntos de vista sobre los pasos a seguir.

Algunos decían que haber salido era lo peor que pudieron haber hecho. Otros, más positivos, recalcaban la necesidad de seguir con el plan, a pesar de los riesgos.

Pero cada uno defendía su posición, enojados y violentándose por momentos.

El día siguiente amaneció igual, con la misma cantidad de zombies rondando. Y al siguiente, lo mismo. Y de la misma forma fue el que le siguió a éste.

Cada uno de los tipos se fue aislando por su parte, refunfuñando. Y otros se mantenían más unidos, como el Enano, el Negro y el gordo Luis, que no se separaban.

Las reuniones de la mañana eran densas y cargadas de tensión.

Para mí, la situación no había empeorado mucho, ya que al menos evitaba compartir tiempo con ellos. No sufría hostigaciones, o, peor aún, intentos de querer incluirme un poco más al equipo.

Crucé a Chinchulín en varias oportunidades, pero ninguno de los dos hizo referencia a lo acontecido el día de la excursión.

Para la cuarta mañana de forzosa cuarentena, la reunión matutina estaba especialmente sombría.

—Bueno muchachos —comenzó el Carnicero, como de costumbre—, como todos saben, menos vos, Manquito, que no comés con nosotros, para mañana ya no vamos a tener charqui; y como está la mano, no vamos a poder salir a buscar a nadie en unos días. Asique, bueno... no queda otra que tirar los reyes.

Por un instante, se me detuvo el corazón.

Dos de los que estábamos allí presentes íbamos a tener que pelear a muerte para no ser la comida de las siguientes jornadas. Cualquiera de nosotros.

Podía ser yo.

Matar, o morir. A puño limpio.

La boca se me resecó, y un intrincado nudo en la garganta me cortó la respiración.

—Hoy, día libre —siguió el líder del grupo—. No vamos a limpiar; no vamos a hacer nada. Las guardias tómenlas como quieran. O no las haga ninguno, que se yo. A la tarde nos juntamos a ver a quien le toca pelear.

Entre murmullos y silencios, uno a uno fueron dejando la oficina para volver a su taciturnidad.

Volví al vestuario, pero en el camino me detuve en un ventanal al final de la escalera, que daba a la calle.

El panorama era acaparado por los zombies amontonados en la vereda, empujando la reja.

Deambulaban perezosos, lentos, torpes. Y, de esa forma, eran la fuerza más poderosa y dominante del mundo. O de nuestra región, al menos.

De alguna forma, ascendieron en la cadena alimenticia, obligándonos a los vivos a tener que comernos entre nosotros para sobrevivir un día más.

Unos pasos por detrás me alertaron, interrumpiendo mis pensamientos vacíos y devastadores.

Era Benicio, subiendo apesadumbradamente.

—¿Qué pasa? —Me preguntó, aunque con poca importancia en el tono de voz.

—Nada —respondí, con el mismo tono de interés—. Miro a los zombies, nada más.

El muchacho se paró al lado mío, y dirigió la mirada en la misma dirección.

—Que loco, ¿no? —dijo—. ¿Vos por qué pensas que pasó todo esto?

Obviamente, al comienzo de la epidemia me lo pregunté mil veces. Si bien al principio mi incredulidad no me permitía creer en la posibilidad de un apocalipsis zombie, ya que vivíamos en una época donde los rumores, las noticias falsas y las conspiraciones estaban a la orden del día, llegó un punto en el que la verdad era incuestionable, y al no poder encontrarle una razón lógica, deje de preguntármelo.

—No lo sé. —Le dije, luego de meditar unos segundos—. ¿Un virus?

—Yo tengo una teoría —comentó, mirándome de reojo, como indagando si quería escucharla o no—. No sé si esto pasó en todo el mundo. No sé si los zombies controlan todo el mundo. O si es sólo en los países menos desarrollados.

Pensé un rato su argumento, y tenía más sentido que cualquier otra conjetura que las que yo había tramado.

—¿Vos decís que se trató del plan de alguna potencia mundial?

—Algo así. Como una guerra, pero sin armas ni bombas. Más económico.

—Pero nadie vino a ocupar nada.

—Eso no lo sabes —dijo, con aire triunfal—. Capaz están llevándose todos los recursos, y nosotros no tenemos forma de enterarnos.

—Muy rebuscado —le dije, luego de pensar su hipótesis—. ¿No te parece?

—Sí, pero no sería raro tampoco. Hicieron cada cosa por plata.

Asentí, mirando nuevamente al exterior. A los zombies que estaban allí, por alguna razón que desconocíamos.

Intenté digerir la idea de que un plan tan maquiavélico y brutal pudiese ser concebido solo por dinero.

Y sí. Era posible.

Aunque de ahí a que el apocalipsis se haya dado por aquel motivo, era otra historia.

—¿Tenés miedo por lo de hoy? —preguntó Benicio.

—Un poco —Me sinceré—. No creo poder ganarle a nadie si me toca pelear. Y tampoco sé si me da la sangre para matar a alguien.

—Sí, te entiendo. Antes de todo esto yo tampoco había matado a nadie. Y me parecía igual de horrible. Pero ahora, Ezequiel, no importa que está bien o que está mal. Lo que importa es seguir vivo.

—Pero después tenés que bancarte la consciencia, que te atormenta cada noche.

—Cuando descubras que sos vos, o es el otro, tu consciencia va a aprender a callarse.

Suspiró, masajeándose la nuca con los dedos.

—Ojalá que no, pero si te toca pelear, acordate que vale todo. Si tenes que arrancarle el pito con la boca a tu rival, hacélo. Nadie te va a juzgar acá. Porque todos haríamos lo que fuera necesario por ganar.

Buenos Aires ZombieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora