Capítulo 29

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El camino continuaba anegado de basura y desperdicios.

A lo lejos vi un puente. Si no estaba errado, sería la General Paz.

Eran unas cuantas cuadras más. Pero no tanto. Llegaría en poco tiempo.

Si seguía derecho por donde estaba yendo, esa misma me dejaba en Tigre, o al menos, muy cerca.

Aunque también podría echar un vistazo a la autopista, y ver como se encontraba. Tal vez cabía la posibilidad de tomar un auto y recorrer por ella algunos kilómetros.

Una vez allí, lo decidiría.

Proseguí pedaleando, a paso firme, con la mirada al frente. Esquivaba los obstáculos que detectaba con la periférica; con un poco de andar ya me había vuelto más ducho en el arte de manejar con una sola mano.

El sol había despuntado, levantando un calor agobiante y húmedo. Despertando todo tipo de olores que por las noches solían descansar.

Al llegar al puente, varios carteles indicaban los lugares a los que llevaba cada subida, bajada o bifurcación de la General Paz; sin embargo, todo estaba saturado de autos, camiones y camionetas abandonados, impidiendo una circulación fluida.

La mayoría estaban deteriorados de tanto haber estado sometidos a la intemperie, pero otros parecían haber sido víctimas de siniestros, golpes y quemaduras, con los vidrios rotos o los chasis abollados.

A unos les faltaban puertas, llantas y hasta butacas.

Ya solo las subidas indicaban que el colapso arriba del puente sería igual o peor que lo que se veía desde ahí, por lo que ir a mirar si podía tomar esa ruta para continuar manejando era una total pérdida de tiempo.

Esquivé un camión mosquito atravesado a mitad de la avenida, rodeándolo en toda su longitud, pero al volver a la calle clavé los frenos para evitar chocar de frente con un niño pequeño.

Me miró, inmutable, con los ojos inyectados en sangre, con la piel verdosa y podrida, mientras gemía ante mi presencia.

Se me acercó unos pasos, con los bracitos estirados para atraparme.

Mierda.

Pase rápido a su lado, alejándome, pero un caño de escape suelto me hizo perder el equilibrio.

Detrás de cada auto abandonado se empezaron a escuchar más y más gemidos.

Desde el interior de una combi volcada, unos cuantos zombies se agolparon contra las ventanas, alterados.

Apuré el paso aún más, mientras una horda incontable de muertos aparecía de cada recodo, acechándome sin cautela.

Llegué al otro lado del puente, sin embargo, no dejaban de aparecer nuevos monstruos.

Descendían a paso torpe pero constante de la autopista. Perseguían el aroma a vivo que desprendía mi carne.

Y eran cada vez más.

Pude dejar a algunos atrás, que inútilmente intentaban aferrarme, pero no tenía forma de defenderme y manejar la bicicleta al mismo tiempo.

Solo podía esquivarlos.

El martillo lo llevaba colgando del soporte para el agua del cuadro, pero no tenía una mano disponible para darle uso.

Pedaleé lo más fuerte que pude, huyendo de una buena parte del tumulto de autos y chatarra que quedaba bajo el puente, y aun así, los zombies brotaban como hormigas.

Me rodeaban.

El corazón se me agitaba violentamente dentro del pecho. Bombeaba adrenalina a cada parte de mi cuerpo.

Una de las criaturas logró sujetarme levemente de la remera, pero fue lo suficiente como para hacer que pierda el equilibrio una vez más, obligándome a echar un pie en tierra para no caer.

Sin embargo, al alzar la vista nuevamente, me topé con un muro infranqueable de zombies.

No tuve tiempo de reaccionar ni redirigir la dirección de la bicicleta; impacté contra los monstruos, pero alcancé a tirarme hacia un costado para ganar un poco de tiempo.

Tomé con decisión el martillo que todavía colgaba del soporte del vehículo.

Me incorporé rápido, y demolí la cabeza del primer zombie que se me acercó. Al segundo, lo aparté de una patada.

Algunos debían haber muerto hace mucho, ya que la carne se les desgarraba de tan solo caminar.

Me bastó un solo golpe en diagonal a la mandíbula del tercer zombie para volarle la quijada por los aires.

Sin embargo, los muertos no se atemorizaban al ver los cadáveres aniquilados de sus colegas, y con cada paso que retrocedía, con cada segundo en el que dudaba que hacer, más se cerraban en un círculo alrededor mío, deseando devorarme.

—¡La puta madre! —grité al viento.

Volver por la bicicleta no era una opción. Debía escapar corriendo.

Pero antes tenía que abrirme paso a los golpes, o quedaría rodeado por completo.

Embestí a uno, que derribé de un hombrazo. Les fallaba la estabilidad.

Ataque a diestra y siniestra, agitando el martillo, sin miramientos, sin importarme si acertaba o no en cada golpe.

No era necesario matarlos. Solo necesitaba correrlos. Solo necesitaba una vía de escape, un espacio por donde escabullirme.

Utilicé los autos abandonados para cubrir mi espalda, y generar un espacio entre los zombies y yo; para tener un poco más de rango de visión.

Tras cada golpe, miraba desesperado en todas direcciones, buscando hacia donde correr.

Pero tras cada muerto que derribaba, dos aparecían.

Gimiendo, jadeando; clamando por mi carne en su propio idioma.

El muñón del brazo me dolía con fuerza.

Debía arriesgarme, y salir de allí cuanto antes.

Me abalancé sobre el lugar de donde parecían provenir menos monstruos, golpeando solo a los que tenía más cerca, reservando mis energías.

Me costaba respirar. Estaba agitado, hiperventilado, con calor, y cubierto de los sesos y la sangre que emanaban luego de cada golpe.

Un hueco de luz entre la horda se abrió, y deposité en él mi confianza.

Los muertos me seguían a cada paso.

Uno apareció de frente, pero lo derribé sin problemas.

Otros dos me cerraron el camino. Eran amorfos, vestidos apenas con los jirones de alguna prenda descolorida. Maté al primero a la carrera, y golpeé al segundo girando levemente el torso mientras pasaba al lado del primer caído.

Podría escapar.

Tenía una chance.

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