Capítulo 47

97 14 3
                                    

—No era tan dramático, ¿viste? —dijo el Carnicero, entre risas—. No es buena como la carne de vaca, pero zafa. El charqui sí que es impasable; pero bueno, hasta que te acostumbras.

—¿Dónde tienen las plantas?

—Afuera, pasando una de las puertas de emergencia. El paraguayo hizo unos canteros, y los cerramos con unos bloques de durlock para que no se vean desde afuera. No te creas que hay mucho, pero para nosotros que somos pocos alcanza; con el charqui solo no se puede vivir.

—¿Qué sembraron? —pregunté, con curiosidad y el estómago lleno.

—Tomates, morrones —enumeró el Carnicero, recordando—, lechuga, albahaca, zapallito... eso nada más; si vamos encontrando semillas le mandamos. Lugar hay.

Increíble. Esos monstruos intentaban civilizarse.

Pero, a pesar de poder luchar por conseguir una alimentación autosustentable, no se dejaban tentar por la idea de abandonar el consumo de carne.

Aunque tuviera que ser humana.

—En fin, contáme algo de tu vida, Manquito, ahora que estás lleno. Tenemos para rato.

—¿Qué querés que te cuente? —Le dije, desganado y frío—. No hay nada interesante en mi vida.

El Carnicero soltó aquella risa que solía escapársele con facilidad; ronca, sorpresiva y torcida. Típica del estereotipo de los hombres de su calaña.

—Ya sé que tenés una vida de mierda, al igual que todos acá. Pero me refiero a la de antes; cuando nos iba un poco mejor.

—No sé qué queres que te cuente. —repetí, impaciente.

—Algo —comentó, también fastidiado, a pesar de notar la falta de interés que mostraba—. Habías dicho que estudiabas, que trabajabas de algo piola. ¿Tus viejos tenían plata?

Lo medité por escasos segundos, y mantener un silencio incómodo durante toda la noche con una persona que detestaba podía llegar a ser peor que hablar sobre temas de los cuales no estaba tan seguro de querer hablar.

—Hubo un tiempo en el que les iba bien. No tenían millones, pero estaban acomodados. Nada más que en el dos mil uno quebraron. Entraron a saquear el comercio que tenían y nunca más se recuperaron de eso.

—Ah, que cagada —dijo el Carnicero, con una expresión afligida en el rostro—. La pasamos mal en esa época. Mal, mal.

Asentí con la cabeza, y no articulé más palabras.

—En ese tiempo tuve mi primer hijo —balbuceó el líder del equipo—. Si dicen que los bebés vienen con un pan abajo del brazo, ese forro se lo olvidó en la panadería.

Una sonrisa forzada se me escapó de las comisuras de los labios, pero el Carnicero rió con ganas.

—Estuve casi dos años sin laburo. Juntaba cartones.

—Mis viejos no llegaron a cartonear, pero sí me acuerdo de haberlos acompañado a vender cosas a los trenes.

—Pasaste las tuyas entonces...

—Sí, que sé yo... como todos. —murmuré, contemplando la habitación vacía en la que estábamos, solo interrumpidos por los mosquitos que nos obligaban a cachetearnos cada tanto.

—¿Cómo te llevabas con tus viejos?

—Bien. Pero... no eran mis padres en realidad —Le dije, soltando aquella frase casi involuntariamente—. Me adoptaron cuando era chiquito. Mis hermanos también son adoptados. Alguno de los dos no podía tener, pero no se cual.

Buenos Aires ZombieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora