Cruzamos el umbral del edificio.
Nos encontramos del otro lado, indefensos, a pesar de no ver moros en la costa; ni zombies; ni personas.
Solo mosquitos, y el incesante calor de la humedad que se levantaba ya por esas horas de la madrugada.
—¿Para dónde vamos? —dijo Gustavo en un susurro, mirándome, como temiendo que alguien nos escuche.
Levanté el martillo apuntando hacia la derecha. No estaba muy seguro del camino a tomar, menos aún de poder recorrerlo con entereza, pero debíamos dar los primeros pasos.
Esperaba que fuesen los más difíciles, como suelen decir.
La aventura más grande de toda mi vida, y estaba asustado hasta la médula.
"Que mierda." pensé, mientras forzaba mis pies a comenzar el recorrido.
Una mezcla de sensaciones atravesaba mi pecho y mi mente; culpa, en parte, por dejar a aquellas personas atrás, en el edificio. Pero también duda, miedo e incertidumbre, por abandonar la escasa seguridad que nos ofrecía nuestra vivienda; una falsa seguridad escudada en no tener que chocarnos de frente contra los zombies, pero que sin embargo nos exponía a todas las humillaciones de la miseria humana.
Pasamos por las fachadas de edificios y locales que repetían una y otra vez la misma escena: puertas y vidrieras rotas; comercios saqueados y hasta quemados.
Las calles ofrecían decenas de autos abandonados, llenos de polvo, chocados, rayados, con los neumáticos desinflados, e incluso sin ellos.
¿Andaría alguno?
De momento no me pareció buena idea llamar la atención haciendo escándalo al movernos en auto.
Tal vez más adelante tendríamos oportunidad de hacer arrancar alguno.
Además, las calles estaban muy obstruidas por una gran variedad de vehículos cruzados al medio de estas, junto a otros objetos que en un contexto diferente sería insólito que estén allí: televisores, changos de supermercado vacíos, una gran variedad de electrodomésticos, maderas, materiales, y un largo etcétera de cosas.
Probablemente la gente, en un intento de salvar lo que tenía, trató de llevarlos hacia algún lado, y tuvo que abandonarlos; o fueron el producto de saqueos que bajo alguna circunstancia dejaron de ser útiles o interesantes para quien los había robado.
Cuestión que para nosotros tampoco eran valiosos, aunque en otro momento nos hubiésemos deslomado trabajando por más de un objeto de esos que cruzábamos tirado, lleno de tierra y óxido.
Fuimos avanzando con cautela; demasiada quizás.
Un sigilo impuesto por el miedo a lo desconocido, y a lo que podía llegar a pasar a la vuelta de la esquina.
Si en el edificio nunca habíamos sido muy unidos, sueltos a nuestra propia suerte, las diferencias que nos separaban comenzaban a hacerse más notorias.
Solo habíamos permanecido juntos para sobrevivir, y ese mismo instinto de supervivencia podía alejarnos en un santiamén.
Fui al frente de la comitiva las primeras cuadras, con Mariana pegada a mí, silenciosa, salvo por su intermitente y ruidosa respiración agitada.
Alejandra se nos unió, caminando muy cerca nuestro.
Unos pasos más atrás, los dos amigos rumoreaban entre sí, mientras miraban de soslayo cada cosa que les llamaba la atención.
El Vecino Huraño cerraba la marcha, serio, impaciente por llegar, tal vez. Con un gesto de disgusto y pocos amigos aún mayor del que acostumbraba.
No podía dejar de pensar y repensar que debía haber hecho la huida en silencio solo con Mariana, y listo.
No me sentía cómodo con esa gente.
Tal vez con Alejandra sí; pero de los otros no me fiaba.
Caminamos a paso lento pero constante los primeros metros que nos separaban del primer destino de referencia: Plaza Italia.
Observábamos en todas las direcciones posibles, buscando cualquier signo de hostilidad o peligro; pero nada.
Por suerte.
A pesar de eso, me insistía a mí mismo de no bajar la guardia ni un segundo.
Debía permanecer en alerta. Ya estaba con todo ese grupo, y, por más que no estaba completamente a gusto, trataría de cuidar al menos de Mariana y de Alejandra.
La muerte estaba ahí, acechando.
Se podía sentir. Y oler.
—Si doblamos acá—dije, volviéndome al grupo, que me miró como si estuviese gritando, a pesar de mantener un tono tranquilo de voz—, salimos directo a Plaza Italia; son un par de cuadras más.
Pronuncié muy bajo las últimas frases para no seguir escandalizándolos.
—¿Y después? —preguntó Gustavo.
—Hay que ver cómo está para agarrar Avenida Santa Fe, así vamos derecho por esa.
Asintieron.
Pero al voltear para continuar la marcha, me di cuenta de la magnitud de la empresa que estábamos emprendiendo.
Era un camino muy largo. Y no sabíamos nada de cómo hacerlo.
Y en ese desconocimiento se escondían la ansiedad, el miedo paralizante y la angustia de no saber quién llegaría a destino y quién no.
En medio de la distracción producida por mis pensamientos, un movimiento brusco cercano me despabiló.
—¡Abajo, abajo! —gritó en un susurro el Vecino Huraño, desesperado, quien ya se había agazapado tras un auto, haciendo gala de una destreza de la que no lo creía capaz, y haciéndonos señas para que vayamos junto a él.
A pesar de no saber que le había pasado, fuimos a su lado sin dudar.
—Hay un zombie ahí adelante. —dijo, con la respiración entrecortada, los ojos fuertemente cerrados y la espalda pegada al chasis del vehículo.
Nos miramos entre sí, esperando que alguno brinde una solución. Me asomé por encima del techo del auto, y lo vi.
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Buenos Aires Zombie
FantasyLa plaga zombie se desató en el mundo, y Argentina no fue la excepción. Todo el territorio fue desolado, las comunicaciones se cortaron, y los pocos sobrevivientes quedaron aislados, intentando mantenerse con vida como les fuera posible. ...