Capítulo 26

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Durante largos períodos no podía distinguir los sueños de la realidad. Ni de las pesadillas que me atacaban.

Durante varios días con sus noches, no recordaba quién estaba vivo y a quién ya había perdido.

Pero todos aparecían frente a mí. Padres, amigos, compañeros... algunos, pidiéndome que los acompañe; otros, que me quede allí.

Me esforcé por no vomitar las pastillas que metían en mi boca. Por no devolver el agua que tomaba de a pequeños sorbos.

De vez en cuando, unos gemidos me despertaban sobresaltado, hasta que logré comprender que se trataba de mi estómago, reclamando algo de comida.

—Ezequiel...

Una voz serena me llamaba, en una mañana templada.

Enfoqué la vista al frente, con la cabeza más ordenada, a pesar de que no coordinaba con el resto de los sentidos.

Era Ignacio.

—Eze...—se puso de rodillas, frente a mí—. ¿Estás despierto?

Asentí, con un gesto, y la voz ronca y débil.

—Seguís muy enfermo todavía, la puta madre... No sé si te vas a recuperar, pero posta espero que sí.

Me ayudó a tomar más agua, y se fue.

Pase el resto de la tarde tratando de recomponer mi mente; de pensar con claridad.

Ignacio volvió para el atardecer, luego de un día nublado, pesado, húmedo, que había amenazado todo el tiempo con desatar una tormenta furiosa. Hacía pocos minutos el cielo había deslumbrado mi vista con un espectáculo de relámpagos y rayos.

El chico apareció otra vez con agua y comprimidos, que me ayudó a consumir,

—¿Por qué...? —susurré, sin la capacidad de pronunciar toda la frase; cada palabra cortaba mi garganta al arrastrar el aire hacia fuera.

Se sentó frente a mí, y me miró fijo unos segundos antes de gesticular.

—No sé qué estarás queriendo decirme —soltó, tranquilo—, pero si te preguntas por que hice lo que hice... ya te lo dije desde el primer día: la familia es primero. No se trataba de vos o yo; eras vos o eran ellos, y no lo dudé. Y no me arrepiento. Lo volvería a hacer si fuera necesario.

Una cólera feroz invadió mis ojos, y agitó mi lengua.

—¡Hijo de puta! —gruñí, lo más fuerte que pude—. Pudimos habernos salvado los dos.

—Sí, pudimos. O podíamos morir los dos. No lo tomes como algo personal, pero en casos así no me gusta tomar riesgos.

—¿Qué no lo tome como algo personal? —dije, sonriendo irónicamente—. Claro, porque soy yo el que está muriéndose. Se complica un poco no tomarlo como algo personal.

—Cuando llegaste te estabas muriendo, pero te salvamos con Vanesa —afirmó, con tono firme—. Y ella cree que ya estás fuera de peligro... para mí, no sé todavía...

Me reí, pero esa vez con un gesto mucho más psicótico, que hasta torció la mirada del chico.

—¿Cómo hicieron para curarme? ¿Acaso tienen la cura para las mordeduras?

—No... —respondió, calmo, pero confuso, con el ceño fruncido—. Te cortamos el brazo, Eze...

¿¡Qué!?

Giré instintivamente la cabeza hacia la izquierda, y donde debía estar el brazo mutilado por los mordiscos, había un muñón vendado, con manchas de sangre, que apenas pasaba la altura del hombro.

Imposible... no podía ser...

No podía ser cierto...

Lo sentía aún. No podía moverlo, pero lo sentía; incluso todavía me dolían las mordeduras.

A pesar de estar viendo el muñón, podía sentir claramente el dolor en el antebrazo; el veneno y la fiebre circulando por la inexistente extremidad.

Debía estar soñando. Debía ser una horrible pesadilla.

—¡No! —grité, desesperado—. ¡No, no puede ser!

Comencé a agitarme. Parecía estar a punto de convulsionar.

Si, tenía que ser una pesadilla.

—Pensé que te habías dado cuenta, Eze...

No. Evidentemente no lo había notado. Así como evidentemente no iba a despertar de aquel mal sueño.

—No tuvimos alternativa —siguió Ignacio—. Era eso, o morir.

—Me hubieses dejado morir... —repliqué—. ¿De qué me sirve estar así? Soy presa fácil ahora; soy un inútil ahora...

—Si querés morir, vas a poder hacerlo cuando quieras —dijo el chico—. Nosotros hicimos lo que teníamos a nuestro alcance. Ahora depende de vos, perro. Si preferís vivir, tenés una chance.

—Mientras no esté cerca tuyo...

—No lo vas a estar —dijo Ignacio, inmutable ante mi comentario—. Si te recuperás, vas a agarrar tus cosas, y te vas... a Tigre o a donde te pinte, pero lejos. Ya te dije, no me arrepiento de lo que hice, por eso no te voy a pedir perdón ni espero que me perdones. Pero ya fue, te quiero lejos de mi familia.

La rabia crecía dentro de mí, mientras afloraban los recuerdos del día en que me había traicionado Ignacio. Un falso cosquilleo recorría mi brazo faltante.

—¿Encima me amenazás?

—No es una amenaza. Te estoy diciendo lo que vas a hacer, y no te queda otra que aceptarlo.

Miré hacia el piso, conteniendo la bronca.

Impotencia y bronca. No quería reconocerlo, pero estaba en sus manos.

Miré una vez más el muñón.

—Quise dejarte un poco más de brazo —comentó el chico—. Corté a la altura del codo, pero siguió infectándose. No me quedó más remedio que ir hasta ahí. De pedo te salvaste.

—¿Hace cuánto que estoy así?

—Con hoy, cinco días.

Respiré, tratando de asimilar cada palabra.

—Te corté con el machete al rojo vivo, así que te cicatrizó bastante bien. El problema era la comida, el agua y las pastillas. Pero me parece que lo peor ya pasó.

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