Capítulo 50

97 15 0
                                    

Llegó la hora.

Me dirigí a aquel sitio más allá de las oficinas; a la puerta de emergencia que me había indicado el Carnicero.

Tal como había dicho, estaba esperándome, con el ceño fruncido y observando en todas direcciones, preocupado.

Me hizo señas para que me apure, y traspasó la puerta, dejándola apenas abierta para que yo pase.

Fuera del depósito nos chocamos con unas placas de durlock y maderas anexadas, como una continuación de éste.

Era un rectángulo amplio y húmedo.

Allí estaban las verduras que había comido la noche anterior. Varios canteros con tierra negra y alimento, creciendo bajo la brisa veraniega.

Olía a tierra mojada. A naturaleza. A vida.

Era un olor confuso en medio de tanta putrefacción y muerte.

Cruzamos el pavimento que aun desprendía calor, condensado durante la tarde, hasta una construcción precaria y pequeña, en una esquina del predio. Una puerta de metal, corrediza, daba acceso a su interior, y el Carnicero la corrió con facilidad antes de que yo pudiera darle alcance.

Inconscientemente padecí con anticipación el calor que debía hacer allí adentro, pero me sorprendió encontrarme con un ambiente mucho más fresco, comparado con el depósito.

Dentro no había nada. Ni cosas viejas, en desuso; ni siquiera mugre.

Era pequeño, pero espacioso y cómodo.

—De acá sacamos los bidones y contenedores que pusimos en la sala de baterías para juntar el agua —comentó el líder del equipo, cerrando la puerta cuando pasé—. Lo bueno es que, como tenían combustibles y otras cosas explosivas, hicieron el lugar este para que sea más o menos fresco.

Se paró frente a mí, con una sonrisa, y meneó el cuello.

—Bueno, vamos a empezar.

Hizo otros movimientos para estirar sus brazos y espalda. Lo imité, con poca gracia, sin saber que pretendía que hiciera.

—No tenemos bolsa de boxeo, y no puedo traer nada sin levantar sospechas. Asique vamos a practicar con el aire, o entre nosotros.

Asentí. De pronto, con mucha agilidad, levantó su guardia, dispuesto a atacar como si fuera una pantera, y yo su presa.

Me sobresalté, y alcé mi único puño, sin saber qué hacer.

—Así no vas a poder pararte para pelear —dijo el Carnicero, relajando su postura, con una sonrisa torcida—. Paráte con el pie derecho adelante, y el brazo arriba, para cubrirte. Bien. Pero más de costado. Quedas muy expuesto sino.

Le hice caso, mientras intentaba acomodar mi guardia, hasta que el tipo hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

—Bueno, lo más probable es que Chinchulín se te tire encima, arriesgándose a recibir algunos golpes, pero para aprovechar la ventaja física que tiene. No sabe pelear, y sería lo más lógico.

En mi mente se recreaban posibles escenarios violentos, dignos de una película que parodia las luchas de gladiadores, en los que me enfrentaba al Vecino Huraño. Aunque, realmente, no estaba seguro de tener chances de salir victorioso, por más consejos que me diera el Carnicero.

—Si te cagás, y lo dejas hacer eso, no tenés ninguna posibilidad —siguió éste—. Por eso tenés que estar atento, sin nervios, por si regala la pierna, y se la podés romper de una patada.

—¿Y cómo voy a hacer eso? —pregunté, incrédulo. No me creía capaz de hacer algo por el estilo.

—Así —dijo, reclinando su cuerpo para atrás, a la vez que alargaba su pierna derecha, para apoyar suavemente la planta del pie en mi rodilla derecha, empujándola en el sentido contrario al natural de la articulación, sin hacerme doler—. Si lo enganchas justo ahí, él mismo se va a quebrar la rodilla con su peso. Y ahí vas a tener la ventaja vos, por más que te falte el brazo. No te puede matar un tipo con la pierna rota.

—No sé si me va a salir. —dije, desconfiando, tratando de imitar el movimiento de manera tosca.

Ni siquiera podía mantener el equilibrio en una sola pierna, para alargar la otra.

—Es lo más fácil que hay, Manquito —contestó el Carnicero, riendo—. Si no te sale esto, otra cosa no vas a aprender. Y si te sale, con esto la tenés ganada. Haceme caso. Tenés que practicar nada más.

Se paró a mi lado, ambos con la pierna derecha adelantada, ya que sería la posición que debería adoptar en la guardia, con el cuerpo lo más perfilado posible. Y comenzamos a practicar.

Me pedía que emule cada movimiento que hacía, no solo la patada, sino también la inclinación del cuerpo hacia atrás, que me impediría recibir un puñetazo en el caso de que Chinchulín estire el brazo, así como también practicamos la vuelta a la posición inicial, por si el golpe fallaba.

Practicamos durante varios minutos, pateando el aire.

Aire, que sentía escasear en mis pulmones. El Carnicero me corregía muy duramente cada error, pero poco a poco sentía mayor control del movimiento, aunque los músculos comenzaban a engarrotarse.

Luego de dominar de manera superflua el golpe agitando la pierna hacia la nada, comenzamos a patear una de las paredes del pequeño galpón, para practicar con mayor potencia.

—No es necesario que pegues muy duro —dijo el Carnicero—. pero si tenés que darle con fuerza para romper una rodilla. Si no se quiebra, al menos, se va a reclinar para adelante, por el dolor, y... ¡Pum! Le pegas una buena piña para tirarlo al piso. Y ahí ya depende de vos. Podes patearlo, en la cara o en los riñones, en el hígado...

Mientras arremetíamos una y otra vez contra la pared, se me hacía un nudo en el estómago de solo pensar en los métodos que debía usar para aniquilar a una persona.

No importaba de quién se trataba.

Me había comprometido a matar a golpes a un hombre. De la manera más salvaje. No conseguía introducir por completo esa idea en mi cabeza, sin que hiciera demasiado ruido en mi consciencia.

Tenía que matar. Golpear hasta matar. O ser el muerto yo.

Y mi supervivencia dependía de los consejos y del entrenamiento que pudierarecibir de nada más ni nada menos, que del Carnicero.    

Buenos Aires ZombieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora