Capítulo 19

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El día anterior pareció haber durado semanas.

Una sola noche de descanso no me había bastado para recuperar energías, pero tenía que agradecer por poder haberlo hecho en un lugar seguro.

Y por tener la posibilidad a futuro de poder abastecerme, sin estar solo a mi suerte. La cual me pareció poca; o mucha de la mala, en todo caso.

Ignacio me explicó sobre sus métodos para rastrear nuevos edificios en busca de alimentos escondidos, y también por dónde había explorado y por dónde planeaba hacerlo en un futuro.

Quiso aprovechar lo máximo posible mi estadía, por lo que luego del desayuno cargó su mochila con víveres para emprender la campaña, y nos pusimos en marcha.

Ese día iba a estar dedicado únicamente a la observación.

Había que estar lo más viablemente seguro sobre si el lugar era una madriguera, o un refugio para otras personas.

No podríamos confirmarlo hasta entrar, pero sí había cosas que nos ayudarían a hacernos una idea.

Lo más peligroso, según Ignacio, era que sea un refugio.

Si bien lo usual eran los rateros y oportunistas, como los chicos que me habían robado el día anterior, también existía gente de otra calaña.

Gente que aprovechaba la inexistencia de leyes y autoridad para hacer todo tipo de desmanes.

Y gente desesperada por comida. Y por sexo.

Para una mujer, o cualquier grupo donde hubiese mujeres, rondar por las calles era un vivo llamado para todo tipo de sátiros. Incluso circular con niños era prácticamente equivalente.

Por eso Ignacio nunca salía con Vanesa; nunca la exponía, y hacía todo por protegerla; a ella y a su hijo.

Sin embargo, me dijo que había gente de bien a la que el miedo por su vida la llevaba a hacer tonterías cuando se sentía amenazada. Y una palabra de más, un gesto brusco o un movimiento precipitado, podía desembocar en una pelea con otra persona que solamente temía por su vida, y la cuidaba. Como uno.

—Para algunos de nosotros no cambió tanto la vida —dijo Ignacio, mientras caminábamos intentando esquivar el sol—, es salir, cuidarse el culo, y tratar de volver con algo para comer.

El calor azotaba amenazando con carbonizar a cualquiera que se le atreviera, pero de todos modos tuvimos que enfrentarlo. Ignacio me obsequió una muda de ropa sencilla, compuesta por una remera blanca y un short de futbol, pero que me resultó de mucha utilidad ya que tenía todas mis prendas cubiertas de sangre y sesos; de mugre y transpiración.

También me regaló un gorro salvador, que agradecí infinitamente.

A pesar de la sensación de desasosiego que me producía estar otra vez en la calle, la presencia de Ignacio me daba un poco de seguridad y me reconfortaba. Por más que nos lleváramos al menos diez años, sin duda él era un superviviente nato.

Tenía que aprender del muchacho para cuando me toque partir; para no volver a caer preso en aquel mundo hostil.

Por unos momentos me planteé el quedarme con ellos, si es que podíamos convivir y ayudarnos mutuamente. Pero rechacé la idea apenas me di cuenta que no difería demasiado entre aquella vida y la que abandoné en el edificio.

Seguiría el ingenuo plan que había trazado. Por más que podía conducirme a un callejón sin salida.

Tal vez, si generaba alguna especie de confianza en los chicos, ellos vendrían conmigo. Era poco probable, pero un dejo de esperanza cabía.

Y aunque apenas los había conocido hace horas, valían más la pena que muchos con los que conviví en el edificio durante meses.

Las primeras cuadras las caminamos armados y en guardia; Ignacio portaba atento su machete, y yo mi martillo.

—¡Que calor! —dejé escapar apenas llegamos a la Luis María Campos.

El muchacho asintió, secándose la frente con el dorso de la mano libre.

Para bien, encontramos las calles desiertas, sin novedades ni sorpresas ni disgustos.

En una perpendicular Ignacio me alentó para que mantenga la guardia; me incomodé, pensando que algo pasaba por delante nuestro.

—No conozco bien por acá —me tranquilizó—, no sé si anda alguien, o hay zombies escondidos.

El ecosistema de Buenos Aires se mantenía con una buena porción de autos abandonados, hojas y ramas de árboles que crecían sin control por doquier, mugre que flotaba suavemente por alguna ocasional brisa, y de vez en cuando manchas secas de sangre.

Me sobresaltó un golpe dentro de una camioneta, a escasos centímetros.

Los vidrios alzados del vehículo nos protegieron del muerto vivo que estaba dentro, haciendo su mayor esfuerzo por sortear la ventana que nos separaba, aunque sin buenos resultados para él.

Se agitaba furioso dentro de la camioneta, y si bien no podía escucharlo, imaginaba latente sus gemidos.

Me quedé atónito unos instantes, mirándolo, hasta que mi compañero me llamó la atención para continuar.

Justo al lado de lo que fue un supermercado mayorista había un edificio pequeño, de pocos pisos.

El vestíbulo era pequeño, y contaba con un solo ascensor, escondido detrás de la puerta entrecerrada. La entrada enrejada estaba violada, con señales de haber sido forzada, y hacia la izquierda se dejaba ver una escalera angosta que giraba rápidamente como en caracol.

Lo miré a Ignacio, esperando su reacción.

—A este no entré —dijo el chico—. Como está al lado del súper, le tengo fe de que algo escondido quedó; seguro después de saquear el súper lo pasaron un toque por alto.

—¿Y qué hacemos?

—Lo más embolante que hay —respondió, resoplando—: observar.


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