Capítulo 30

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Más zombies me salían al encuentro aun cuando ya llevaba una cuadra corriendo por del otro lado de la Libertador.

Si era necesario, destrozaba sus cráneos con mi martillo, atravesando por una lluvia de sesos podridos sobre la marcha; pero si me era posible, solo los esquivaba.

Al llegar a una esquina, se me ocurrió doblar hacia alguna calle aledaña, pero no tenía sentido. Los muertos ocupaban cada espacio.

Asique seguí corriendo.

Corrí, dejando a aquellas criaturas detrás. Su andar perezoso les impedía alcanzarme.

Corrí, llevando mis energías al límite.

Hasta que la aparición repentina de zombies comenzó a menguar.

La avenida mantenía su aspecto desolado y post-apocalíptico, pero cada vez menos muertos ocupaban el lugar de los que se quedaban rezagados.

No lograban mantenerme el paso. Y dejaban de seguirme.

No sé si porque ya no me olían o no me sentían. O porque imitaban a sus compañeros que frenaban la marcha.

Pero cuando volví la cabeza, ya no tenía ningún perseguidor; la plaga había desaparecido de mi borrosa visión.

Las calles desiertas volvían al acostumbrado pacifismo.

De todas formas, seguí moviéndome, a pesar de no haber visto más muertos en unos cuantos metros a la redonda.

Seguí moviéndome, a pesar del calor, y de la sed; y del cansancio en las piernas, que amenazaban con acalambrarse en cualquier momento.

Y del muñón, que teñía de rojo las vendas, mientras latía con la misma intensidad que mi corazón.

Cuando me sentí lo suficientemente a salvo, busqué la sombra de un árbol donde refugiarme, para beber unos tragos de agua, y revisar el estado del pedazo de brazo que me quedaba.

Me sequé el rostro y la barba con la manga de la remera, y desenvolví de a poco las vendas que me cubrían la herida.

Era la primera vez que la veía al descubierto.

Sin importar si fue Ignacio o Vanesa, el que cosió las partes del tajo donde el machete al rojo vivo del muchacho no llegó a suturar, había hecho un excelente trabajo.

Si bien me daba impresión observar el corte, y me erizaba hasta los pelos de la nuca, no parecía demasiado grave, y apenas supuraba sangre entre cada violento latido de mi corazón, que todavía no frenaba.

De todos modos, agarré un líquido desinfectante que tenía en la mochila, y esparcí un poco por la herida. Ardió bastante, pero lo resistí con heroicidad.

Era más lacerante la autocompasión que sentía, que el dolor físico.

Guardé el desinfectante y el agua que tenía para beber, y me ceñí nuevamente las vendas.

Debería continuar el camino a pie, a menos que encontrase una bicicleta nueva y en condiciones.

Caminando me pareció mucho más lejos el trayecto que tenía que recorrer. Aunque, a modo de consuelo, pensaba que sería lo ideal no depender de ningún medio de transporte.

Había tenido mucha suerte al escapar de aquella horda de zombies, y por causa de la bicicleta pude haber quedado atrapado allí.

Apreté el paso, con el sol abrasador arrancado gotas de sudor de todo mi cuerpo; con el martillo en mano, por más que el contacto con la madera del mango me diese calor.

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