Capítulo 55

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La mayoría estaban tan emocionados como si hubiesen encontrado El Dorado.

Pero a mí el estómago se me revolvió a causa de una enorme angustia que se apoderó de mis pensamientos.

Fuimos hasta la oficina, donde Orlando les llevó agua y charqui a los recién llegados.

—Caminamos como locos ayer —comenzó a narrar el gordo Luis, mientras se ataviaba de comida—. Llegamos hasta el Hipódromo. El de San Isidro. Creo que los zombies que están dando vueltas salieron de ahí, porque no hay casi ninguno; pudimos pasar tranquilos.

—Se alejaron bastante... —comentó el Carnicero.

—Sí, una banda —siguió el gordo—. Cuestión que apenas cruzamos el Hipódromo, vimos a dos tipos empujando un carrito con mercadería. Los íbamos a agarrar, pero a Cogo se le ocurrió que los sigamos a escondidas.

Unas palmadas en la espalda de Cogollo hicieron que este se hinche de orgullo, sonriendo.

—Los seguimos unas pocas cuadras —continuó el gordo—, y se metieron a una iglesia evangelista. Por eso tardamos en venir. Nos quedamos escondidos hasta la noche para entrar. La iglesia estaba cerrada al frente con una persiana metálica. Los tipos golpearon y entraron por la puertita. Alguien les abrió. Pero nosotros nos trepamos a unos departamentos que están arriba, en el primer piso. Pensamos que iba a haber gente, pero están desocupados. Desde ahí hay una escalera que te lleva a un patiecito, y el patiecito da a la parte de atrás de la iglesia. No hay puerta, ni nada. No lo podíamos creer cuando lo vimos. Hay como seis o siete minas, unos diez tipos, y algunos pibitos. Chiquitos.

—¿Tienen armas? —preguntó el Carnicero, adelantando la silla, entusiasmado.

—No vimos ni una —dijo el gordo Luis—. Pero ni siquiera hacen guardia, Carnicero. Entramos y salimos y no se dieron cuenta. Están regaladísimos.

—¡Hay que caerles de una! —bramó Orlando.

El resto del grupo apoyó la idea, con emoción.

Menos yo.

Y evité cruzar la mirada con Benicio. No quería compartir su disgusto, si de verdad lo tenía.

—Entonces... ¡A prepararse! —vociferó el Carnicero, acompañado de los gritos de emoción de los otros sujetos.

—Hay que buscar el carro para traer los cuerpos; y las cadenas. —dijo Orlando.

—Hace mucho ruido ese carro. —comentó Matías.

—Es lo que hay, Mati —respondió el Carnicero—. Está muy lejos para traerlos a todos arrastrando. Y no da para desperdiciar nada.

Se dieron unas órdenes por acá, otras por allá, y pronto todos estuvieron listos para marchar en busca de ese grupo de gente atrincherada en la iglesia, inconscientes de lo que les iba a ocurrir.

Le comenté al Carnicero que me sentía mal, que seguía dolorido, pero no le importo mucho.

—Vamos a necesitar que nos des una mano —dijo el líder del equipo—. Así que, con la que tenés alcanza.

Agarré muy a mi pesar la mochila y el martillo.

No quería ser partícipe de eso. Ya era una carga enorme en mis hombros la muerte de un ser despreciable como Chinchulín, no podía siquiera imaginarme lo que sería tener que cargar con la culpa del sufrimiento de personas inocentes.

Aunque yo no les hiciera nada, sería culpable de todos modos.

Al menos por omisión.

Estaba a pocas horas de ser un criminal.

Me vendé, rellené una botella de agua, junté algo de ropa limpia y seca, y me quedé esperando que terminasen con todos los preparativos que faltaban.

Entre el gordo Luis y Orlando se las ingeniaban para empujar un carro de madera, con barandas de caño a los costados, lo suficientemente grande como para transportar una buena cantidad de materiales.

Ya lo había visto juntar polvo mientras hacía la limpieza del depósito.

Entre las ruedas oxidadas, y unas cadenas que le habían echado encima, el carro hacía un estrépito escandaloso al circular.

Sin duda atraería una buena cantidad de zombies.

Me pesaban los pies. No por dolor o cansancio, sino por desánimo. A pesar de que en mi mente buscaba a toda prisa como poder escaparme de la situación, estaba en la misma posición que el primer día.

Salimos a la calle, a la mañana calurosa bajo el sol radiante.

Matías iba al frente, junto a Cogollo, indicando el camino que debíamos tomar. Y el resto flanqueábamos el carro que avanzaba con dificultad.

Caminamos atentos, sin hablar, prestando atención a los posibles peligros que pudiésemos encontrar.

Algunos muertos vivos aparecieron de sorpresa, pero fuimos derribándolos sin problemas en parejas, o por turnos. Eran errantes, vagabundos. No cruzamos grupos grandes que nos complicaran la expedición.

Aparte, la mezcla del brutal calor veraniego y las tormentas tropicales dotaron a los zombies de un estado de putrefacción tal que podíamos darnos cuenta de sus presencias desde mucho antes que hicieran su aparición; y podíamos rematar con facilidad los machacados cuerpos.

Hicimos un tramo bastante amplio hasta detenernos. Me dejé guiar, ni siquiera me fijé por dónde íbamos. El sol deshidrataba y fatigaba. Me había bajado casi la mitad de mi botella de agua luego de que la lucha con un zombie adolescente me hiciera transpirar de más.

—En la otra cuadra está el Hipódromo —dijo el gordo Luis, secándose el sudor de la frente con la mano, y echándose el pelo hacia atrás—. No hay nada. Ayer pudimos ir y volver lo más bien.

—Vamos con cuidado igual. —sugirió el Carnicero.

Salimos de una diagonal hasta una rotonda, y allí tomamos la segunda salida hasta una avenida.

Fleming, rezaba un cartel.

Era una calle larga, hasta donde me daban los ojos, y estaba rodeada en su totalidad por frondosa arboleda.

El panorama no era muy alentador como para cruzarlo caminando, y el olfato no me daba una mejor espina.

Sin embargo, todos avanzaron, confiando plenamente en las palabras del gordo Luis y compañía.

El aspecto lúgubre del sendero se veía aumentado con los cuerpos descompuestos de los zombies abatidos alrededor. Y cada tanto alguno surgía de entre los árboles, gimiendo, arrastrándose, curioso por el crujir del carro sobre el asfalto.

Si en otro momento aquel lugar fue un cordón de zombies, seguramente era infranqueable.

—Ya estamos cerca. —dijo Luis.

Salimos hasta otra rotonda, en la que la avenida cambió de nombre. Seguimos por la misma algunas cuadras, y doblamos hacia la derecha, para hacer unas cuantas cuadras más.

Luego nos detuvimos en un local pequeño, cuya marquesina promulgaba el haber sido una iglesia evangelista, tapado con una persiana metálica grisácea.

Tal como habían dicho los sujetos, arriba del local había dos departamentos, con balcón a la calle, totalmente desprotegidos.

Cogollo los señaló sonriente.

—Podemos entrar por ahí. Podemos hacer como hicimos ayer.    

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⏰ Última actualización: Apr 02, 2018 ⏰

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