Capítulo 24

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Tenía que seguir. No podía morir ahí. No podía morir así.

No.

No moriría traicionado.

Me armé de valor y más furia, y descargué todo lo que tenía en cada zombie que se aproximaba.

Los charcos de sangre y sesos, y los cadáveres del piso, me hacían resbalar. Pisaba a los caídos, pero el desequilibrio me jugaba en contra.

Y contrario a toda probabilidad, una luz entre la horda me dio un dejo de esperanza. Sin perder tiempo, revoleando patadas y martillazos, usando el brazo mordido como defensa, me abalancé sobre el hueco que quedaba entre los muertos, hasta salir de en medio.

Trataron de retenerme, de apresarme con sus gélidos brazos, pero no pudieron. Salí con determinación de en medio de aquel grupo, agitando mi arma, rompiendo cabezas en el camino.

Al verme libre, una brisa recorrió mi rostro. Me sentí renovado, a pesar de tener decenas de monstruos a centímetros nada más.

Me eché a correr. Y corrí todo lo que me dieron las piernas.

Me alejé todos los metros que pude. La horda siguió atrás mío, a su paso lento, pero constante; gimiendo, protestando porque no pudieron quedarse con nada más que con un pedazo de brazo.

Corrí más.

Y seguí corriendo.

El brazo me ardía. Tenía miedo hasta de mirarlo.

En una esquina frené, para respirar. Sentía la boca seca. Inspiré hondo, y me miré el antebrazo; sangraba mucho, por varias heridas. Y me faltaba mucho músculo; se veía hasta el hueso.

Nada más verla, me dolió mucho más. Me apoyé contra una pared y me dejé caer. Estaba frito.

Me traicionó. Ignacio me traicionó. Pudimos habernos salvado los dos. Pero tuvo el mismo acto vil y cobarde que tuvo el Huraño con Alejandra.

Iba a morir por su traición. No pude ver si a él le había salido bien la jugada, pero seguro sí.

Seguramente siempre hacía lo mismo.

Caí en la trampa que me tendió tan sutilmente. Por eso se quedó solo. Por eso necesitaba un compañero para cada expedición.

Cobarde hijo de mil putas.

Me empecé a sentir mareado. El estómago me daba vueltas, y la temperatura comenzó a subir.

De la herida brotaba mucha sangre, y me dolía demasiado. Sentía el brazo en llamas.

¡Hijo de puta!

No sabía cuántos habrán muerto de esa forma, engañados por aquel traidor, pero yo sería el último. Por más que deje la vida en eso. Mi muerte valdría la pena. Si llegaba a tiempo, al menos.

Al parecer, la gente oportunista era tan común en este nuevo mundo, que en poco tiempo me choqué con varios.

Pero a uno podría ajusticiar.

Me levanté con esfuerzo. La vista se me nubló, pero tenía que aguantar.

Primero debía ubicarme, saber dónde estaba.

Un cartel corroído por el clima, en la vereda del frente, rezaba Virrey del Pino y Arcos.

Bien. No era lejos de Luis María Campos. Hace poco habíamos explorado por esa zona. Y desde ahí me podía orientar. Podía llegar.

Iba a llegar.

Avancé lo más deprisa que podía, trastabillando, mareado. No distinguía bien las formas y contornos de lo que tenía delante. Era presa fácil, pero debía continuar.

El martillo en mi mano derecha pesaba toneladas. Sin embargo, lo necesitaba para mi venganza.

El calor y el sol no me afectaban. Las moscas y los mosquitos tampoco. No los sentía; el brazo mordido me latía, y un hilo de sangre recorría desde la herida hasta el dedo mayor.

Estaba infectado. Afiebrado. La fiebre entumecía todo mi cuerpo. Ligeros espasmos de sudor frío me sacudían y me hacían perder el equilibrio.

Ya no tenía fuerzas para levantar los pies; los arrastraba en mi procesión.

Una vez en la avenida, miré atento, para asegurarme de tomar la dirección correcta.

—Es por acá... —Me dije a mí mismo.

Tenía los labios agrietados, resecos. Y la garganta me clamaba por algún líquido.

En cualquier momento me desplomaría.

Pero estaba cerca. Había que seguir. Un pie. Luego el otro. El odio me mantenía erguido; la bronca me impulsaba hacia adelante.

Solo me concentraba en mi objetivo.

No pensaba en la inminente muerte que se me aproximaba. No quería imaginarme a mí mismo reanimado, caminando exactamente igual a como caminaba en ese momento, pero con los tejidos muertos, buscando un ser vivo del que alimentarme.

Las formas confusas que se me presentaban al frente se mezclaban con luces, colores y sombras. Eran puras proyecciones de una mente perdida y enferma.

El virus y la infección recorrían mi torrente sanguíneo.

¿Tendría algún estilo de pensamiento cuando fuera zombie? ¿Una parte racional acompañaría a mi cuerpo deambulante?

¿Encontraría una madriguera y me quedaría ahí, inactivo, esperando un incauto que devorar?

No distinguía ni olores ni ruidos. Solo caminaba mirando el suelo, evitando caerme.

Mi corazón se esforzaba por no dejar de latir; mi estómago por retener lo que tuviese dentro, y mi cabeza por no explotar de la presión contenida.

Estaba cansado. Quería recostarme y dormir. Pero no.

Todavía no.

Justo cuando estaba por caer, unas manos me sostuvieron por los hombros.

Alcé la cabeza. Tardé unos segundos en procesar lo que veía, entremezclado con las figuras borrosas derredor.

Una cara agónica, cubierta con el pelo negro pegado con sangre, se acercó a pocos centímetros, enseñando los dientes.

Retrocedí, asustado, lanzando golpes al aire con el martillo.

Uno de ellos cayó en la coronilla del monstruo, y pudo haber bastado para derribarlo. Pero no lo sabía, y no necesitaba saberlo tampoco.

Tal vez era suficiente para matar al zombie, pero no lo era para extinguir mi odio y mi hambre de violencia.

Arremetí de nuevo. Y tres, cuatro veces. Cinco, y seis.

El cadáver quedó desplomado a mis pies. No distinguía bien el cuerpo, y el exceso de furia se llevó gran parte de mis energías.

Miré fijo, concentrado, a la criatura, para ver si se movía.

Pero aquella figura raquítica, llena de tatuajes, y dentro de un vestido negro y desgarrado, estaba completamente inmóvil.

Buenos Aires ZombieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora