Capítulo 22

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Un día completo de descanso fue ideal para comenzar el siguiente con mucha energía. El clima había vuelto a estar pesado y luminoso, con pocas nubes en el horizonte, por lo que iniciamos la excursión temprano y con ganas.

Durante las dos jornadas previas habíamos estado observando un edificio que aparentaba provechoso.

La planta baja estaba achicharrada, negra y con hollín, fruto de un incendio.

En su momento, parecía haber sido un local comercial de electrodomésticos, que durante los saqueos fue violentado. La persiana de seguridad estaba derribada con un colectivo de línea, también incendiado, e incrustado en el local.

Las lenguas del fuego habían consumido el primer y segundo piso, pero el tercero y cuarto estaban intactos.

Cabía la posibilidad de que nadie haya entrado a revisar, y encontremos algo de valor.

Mientras caminábamos hacia nuestro objetivo, un zombie silencioso nos salió al encuentro.

Llevaba poco tiempo de muerto, por el olor y el color de la piel, y tropezaba al pisarse las tripas, que ondeaban al aire libre como un péndulo.

Ignacio lo derribó de un tacle, y yo me abalancé sobre él para golpearlo con el martillo. Aunque antes de darle el golpe de gracia, reconocí en el escuálido monstruo, tatuado y con rastas, al ratero que me había robado unos días atrás.

En la fracción de segundo que me tomé, el zombie intentó incorporarse, gimiendo.

Fui lo más rápido posible, y de una estocada seca, le abrí la cabeza al medio desde la mollera.

—Era el chorrito. —Me dijo Ignacio, viéndolo bien.

—Sí... ¿Qué le habrá pasado?

—No sé, pero falta la chica.

Era verdad. Miramos en todas direcciones, pero no apareció su compañera. Tal vez ella no fue mordida y escapó. O tal vez fue mordida antes y vagaba por otro lugar. O el chico pudo rematarla cuando se convirtió.

No lo sabríamos, y menos si nos quedábamos allí parados; seguimos rumbo al edificio.

La subida estaba accesible. Si bien el pasillo y la escalera que conducía hacia arriba apestaban a quemado, y las paredes estaban carbonizadas, no tenían pinta de derrumbarse; y se encontraban libres de enemigos.

Se olía una fuerte mezcla a texturas chamuscadas, pasadas por el infierno.

Subimos de manera sigilosa, dándole lugar a Ignacio para que pase primero.

No nos detuvimos a echarle más que un vistazo al comercio, y al colectivo. Nada se había salvado del fuego. El mobiliario, y lo poco que quedaba, estaba carbonizado o derretido.

El primer piso y el segundo estaban casi igual.

No había muestras de saqueo, pero nada se salvó del siniestro. Televisores quemados; heladeras; sillones; hasta las masetas del único departamento que revisamos estaban quemadas.

Decidimos no invertir tiempo en requisar esos dos pisos. No tenían aspecto de contener algo que se hubiese salvado.

Dudábamos en encontrar algo de utilidad.

En el tercer piso ya se veían las mejorías. La escalera mostraba una pintura vieja y ennegrecida, pero el pasillo no tenía signos de haber sido transitado por el fuego.

Las puertas de los departamentos estaban cerradas, intactas, salvo la del último del corredor, abierta de par en par, sumido en una luz lúgubre que llegaba del exterior.

Nos paramos frente a la primera, escuchando, buscando una señal de peligro... pero nada.

Del lado de afuera no había picaporte, se habría con la llave, por lo que forcé la cerradura a martillazos hasta que cedió. Lo golpes resonaban con eco por el pasillo.

Una vez que destrabamos la puerta, entramos con decisión.

Estaba todo revuelto; las partículas de polvo flotando se traslucían con la luz que se filtraba por la ventana.

Las telarañas dominaban el panorama, cubriendo cada rincón.

Se notaba el faltante de algunos electrodomésticos, y también se notaba como había trepado el fuego hasta el balcón.

Revisamos cada cajón y cada recoveco con calma; en silencio, cada uno por su lado.

Ignacio se dirigió directamente a la cocina, asique decidí empezar por el baño. Tal vez encontrase algo en el botiquín que pudiéramos aprovechar.

Corrí las telarañas que colgaban del marco de la puerta con el martillo, hasta que un ruido extraño alteró mi concentración.

Primero, pensé que podía ser solo mi imaginación.

Luego caí en la cuenta de que no.

Salí deprisa del baño, mientras mi compañero estaba tan inmerso en su búsqueda que ni siquiera me notó.

El ruido venía de afuera.

Crucé el umbral del departamento, y un zombie, a pocos pasos mío, gimió.

Tardé unos instantes en encontrarlo con los ojos; tenía la ropa y la carne quemadas, en la cara y en el torso. Apenas unos mechones de cabello se le pegaron en los laterales de la cabeza.

Detrás de él, venía otro.

—¡Ignacio! —grité, al tiempo que me arrojé sobre el muerto más cercano para destrozarle el cráneo de un martillazo.

La descarga le explotó la cabeza, desparramando sesos y sangre por doquier.

El que venía por detrás siguió su camino, inmutable.

Cuando Ignacio apareció en escena, más zombies llegaron al pasillo desde el departamento del fondo.

No los conté, pero eran varios.

El chico hundió su machete en la criatura que ya estaba cerca nuestro, y que cayó a un costado con la frente y el rostro abiertos.

—Vámonos. —dijo, con un leve temor en la voz, y dirigiéndose a la escalera.

Bajamos rápido. La adrenalina comenzó a recorrer mi torrente sanguíneo.

Unos murmullos provenientes del piso inferior me desalentaron.

Llegamos al segundo piso, pero no nos detuvimos, siguiendo el descenso.

Varios muertos nos esperaban allí, gimiendo, avanzando en nuestra dirección. Giramos la cabeza al escuchar unos ruidos atrás nuestro, y vimos como los zombies de más arriba caían rodando por las escaleras, persiguiéndonos.

Saltamos los escalones de dos en dos, pero ya en el primer piso tuvimos que frenar.

Más abajo se escuchaban aún más gemidos. Y sentimos el característico y putrefacto olor de una horda de zombies.

Seguí a Ignacio hasta el interior de un chamuscado departamento, y salimos al balcón.

Miramos hacia abajo, y el corazón casi me da un vuelco.

Decenas de zombies se arremolinaban saliendo del local, contra el colectivo, por la vereda, apretujándose en el pasillo que daba acceso a los departamentos.

Y segundo a segundo más monstruos cubrían cada vez más la calle.

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