Capítulo 25

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Traté de erguirme lo más derecho posible; de respirar; de invocar fuerzas desde alguna parte del universo que me permitieran continuar.

No supe cómo ni en qué momento pude cubrir el trayecto, pero me inundó una gran satisfacción encontrar por fin el local que hacía de antesala a la guarida de Ignacio. Al fin. Saboreaba la venganza, entremezclado con un ligero gusto a cenizas en mi garganta.

Entré al comercio, y me detuve frente a la heladera exhibidora. Mierda. Tenía que correrla. Y estaba muy pesada para mi estado. Me apoyé a un costado, clavé fuerte los pies al piso, y empujé con toda mi fuerza; pero no cedió ni un dedo.

Conté hasta tres, respiré profundo, y volví a empujar, más fuerte. Me resbalaba en las baldosas polvorientas; hasta que por fin se corrió, chirriante, lo suficiente como para poder caber en el hueco de la pared.

Sin embargo, las escaleras resultaron una tortura todavía mayor. Cada escalón costaba más que el anterior. Y se llevaban una buena parte de mí, mientras los regaba con sangre.

La visión se me oscurecía. Llegué hasta el final, hasta el pasillo. Giré sobre mis talones, hacia el departamento de los chicos, y visualicé dos figuras que no alcanzaba a distinguir, paradas en el umbral. Me paralicé. Fue lo último que vi antes de sentir como mis ojos se cruzaban dentro de sus cuencas.

El martillo resbaló de entre mis dedos debilitados, y cayó con un golpe seco.

Me desplomé.

No tuve muy en claro lo que sucedió después. Sentía frío. Aunque por momentos calor. Sentí ácido corriendo por mi garganta. Sentía los brazos y las piernas rígidos.

También sentí el calor del sol golpeando mi rostro; y un hambre atroz. Me veía a mí mismo caminando, arrastrando los pies, gimiendo...

Me vi convertido en un espeluznante zombie.

Pero luego despertaba, y mi cuerpo se sumía en convulsiones. Hasta que perdía la consciencia otra vez, y me encontraba acostado, con Mariana mi lado, sonriendo, tranquila, despreocupada.

—¿Por qué no me ayudaste? —Me dijo de pronto, torciendo el gesto, con la mirada en llamas—. Me dejaste correr... me dejaste morir...

Antes de poder contestarle, de defenderme de sus acusaciones, antes de poder expiar mis culpas, nuevamente el dolor me sobresaltaba. El brazo infectado me ardía. Quería quejarme, y gritar a viva voz, pero no podía.

Y volaba de nuevo. Me alejaba; a veces, tan lejos, que llegaba a las épocas en donde mi mayor preocupación eran las tarjetas de crédito al rojo vivo. O la organización de los partidos de fútbol los jueves por la noche con mis compañeros de trabajo.

Y un día, volando, vi a mis viejos; y a mis hermanos; y a amigos de la infancia que se alejaron de mi vida por diferentes motivos.

También pasaron ante mis ojos algunas mujeres que conocí; pero todos se desvanecían antes de hablarme.

Hasta que todo fue negrura. Horas, días, semanas, de espesa niebla y oscuridad. Por más que quería dejarla atrás, o espantarla, seguía allí, cubriéndolo todo.

Durante varias jornadas me despertaba mareado, y volvía a desfallecer.

Estaba sediento; y dolorido.

Cuando finalmente pude mantenerme despierto unos minutos, traté de despejar la cabeza. Entender dónde estaba, que había pasado. Pero me costaba concentrarme. Todavía tenía la vista nublada.

Un fuerte dolor me subió desde la panza, y me obligó a vomitar el poco líquido que tenía dentro.

Sentí a alguien acercarse.

Escuché un leve murmullo, pero no pude interpretarlo con claridad. Me encontraba sentado, contra una pared. Intenté pararme, recluté todas mis fuerzas, pero fue en vano. Solo podía hacer el esfuerzo por mantenerme despierto.

Unas bofeteadas suaves me ayudaron a despabilarme.

—Eze... ¿Me escuchas?

La voz de Ignacio me llevó unos extraños recuerdos. Unas imágenes como vistas desde el aire, de un cuerpo arrojado desde el balcón de un edificio, cayendo sobre cientos de zombies. También vi a otro sujeto saltando, pero este caía sobre el techo de un colectivo carbonizado, y mientras el primero se debatía entre la vida y la muerte contra las criaturas, el otro descendía a toda prisa del vehículo y corría en la dirección contraria.

—¡Ezequiel!

Apenas recuperé la consciencia, noté las piernas atadas con precintos, y los brazos con una cadena a una reja sobre mi cabeza.

Vi el cielo abierto sobre mí, aunque un pequeño techo me cubría de las inclemencias del tiempo. No tenía idea de que día u hora sería, pero unos nubarrones atestaban el firmamento, y amenazaban con lluvia.

Estaba en la terraza de la casa de Ignacio. Ya había estado allí en algunas oportunidades.

—¡Ezequiel! —volvió a decirme el chico, acuclillado ante mí, mirándome—. ¿Me escuchas? ¿Estás acá?

Mi visión comenzó a normalizarse.

Asentí, moviendo ligeramente la cabeza.

—Tomá esto —dijo, ayudándome a sorber el agua de un jarro que sostenía entre sus manos—. Y tragá esto.

Metió una pastilla en mi boca, a la vez que me obligaba a tomar más agua.

Tragué como pude, mientras seguía en el continuo esfuerzo por mantenerme concentrado, sin desvanecerme.

No podía gesticular ni una palabra. Aún tenía la garganta seca, a pesar de haber tomado varios tragos de agua. Y me dolía, me raspaba, como si hubiese vomitado muchas veces en las últimas horas.

Cerré los ojos, que me ardían. Tenía el cuerpo completamente fatigado y convaleciente. Repentinos escalofríos me sacudían de manera incontrolable.

—No te mueras, loco —dijo Ignacio, dejando el jarro a mi lado, mientras se incorporaba y se iba—. No acá.

Volví a dormir, pero esa vez sin soñar nada; aunque sí me desperté en varias ocasiones, a causa de los dolores. El brazo mordido me estaba matando. Ardía.

Y no podía moverlo.

Hasta que poco a poco, fui recobrando la consciencia. Y la cordura.

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