Capítulo 41

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Estaba tendida en el suelo, atada con cadenas en una mano y una pierna a las patas inamovibles de la mesa.

En su completa desnudez, echa un ovillo, dejaba ver cada hueso de la cadera y las costillas. Los brazos y piernas pálidos eran delgados y frágiles.

El pelo lacio y grasoso le cubría el rostro, y se desparramaba por el suelo.

Se estremeció al escucharme cerca, y pude oír sus sollozos.

Movió los brazos para proteger su cabeza, arrastrando las cadenas con un sonido escalofriante.

Tenía la piel con moretones y cortes, y la espalda lacerada por azotes.

Cerca de ella había dos baldes. Uno con materia fecal, y otro con pis. Pero apenas estaban usados.

En otro momento de mi vida pudo haberme llegado a causar asco, pero en aquel contexto no podía sentir otra cosa que no sea pena e impotencia.

Junto a los tachos con desperdicio, un bidón cortado a la mitad contenía agua limpia, y flotaba en él un vaso plástico. Y al lado del medio bidón, un plato hondo tenía en su interior algunos trozos de charqui.

La mujer tendida en el suelo temblaba; parecía estar convulsionando casi.

Vacié la orina en un desagüe, pero el de heces lo dejé allí. No había mucho, de todos modos.

Pasé un trapo húmedo a la mesa, que se tornaba rojizo tras cada fregada, intentando no acercarme demasiado a la prisionera,

Luego, trapeé lo más rápido que pude el piso.

Me compungía la condición en la que sometían a la mujer. Pude comprender un poco las palabras del Carnicero, en cuanto al error que podía llegar a cometer. Tal vez pensaba que querría hacer algo por liberarla.

Pensé en hablarle. No sabía que decirle, pero mi compañía sería un poco menos desagradable que la de todos aquellos que la maltrataban.

—Eu... —susurré, mientras trapeaba de manera dificultosa con mi única mano; la mujer no dejaba de temblar, y un espasmo la recorrió al sentir mi voz— No te voy a hacer nada. No soy como ellos.

Sin embargo, no respondía, ni se inmutaba ante mis palabras. Era lo esperable. Lo más lógico.

—Soy nuevo acá —Le dije, deteniéndome en mi quehacer—. No quiero hacerte mal, no te asustes.

—Dejáme sola... —llegué a escuchar, en un murmullo ahogado, mientras se enrollaba aún más sobre sí misma.

—¿Por qué no comés un poco? —Le dije, a sabiendas de que yo también moriría de hambre antes de comer carne humana.

La mujer pegó un fuerte sollozo, y se largó a llorar. Gimoteó con intensidad antes de dejar escapar otras palabras.

—Los mataron delante de mí... los cocinaron delante de mí... ¿y querés que coma? ¡Enfermo!

Me quedé atónito. Cualquier pensamiento que podía llegar a cruzarse en mi mente, se bloqueó por completo.

Un nudo en la garganta me dificultaba el acceso de aire.

No sabía qué hacer. Me sentí culpable solo por el hecho de ser cómplice de su sufrimiento.

—No sé qué puedo hacer para ayudarte... —Le dije, dejando escapar en palabras lo único que pasaba por mi mente en ese momento.

—Matáme —dijo, con un hilo de voz atravesado por el llanto—. Por favor, matáme.

Sopese la opción. Quizá eso era lo que en realidad temía el Carnicero que hiciera, más allá de intentar hacer que escape.

Pero negué rotundamente esa idea con la cabeza, a sabiendas de que no podría.

Hasta que otro pensamiento acudió desde mi inconsciente, el cual era una tontería, pero serviría de manera paliativa para expiar la culpa que me corroía.

Salí de la cocina a toda prisa, y fui con cautela hasta el vestuario para agarrar una lata de atún de las pocas que quedaban en mi mochila. La escondí en el pantalón, junto al abrelatas.

Una vez que volví junto a la mujer, me puse en cuclillas frente a ella, y se la ofrecí.

—Dale, come por favor. —Le insistí.

Pero ni siquiera alzó la cabeza.

—¿Por qué no me dejás morir, y listo?

La lástima no me dejaba imaginar siquiera el tormento por el cual estaba pasando. El horror que vivenciaba día a día, esperando a morir, aunque sea de hambre.

Su cuerpo mutilado era prueba de todo ese tormento.

—No te puedo dejar la lata —Le dije, a pesar de que no le importaba en lo más mínimo—. Sino te la dejaría para que comas cuando quieras; pero si la llegan a encontrar van a saber que fui yo.

Dentro de la pena que sentía por ella, un dejo de curiosidad sobre quien era, como había sido que llegó hasta allí, y de saber de todo lo que eran capaces los monstruos que vivían en ese lugar me abrigó.

Eran monstruos, peores que los zombies que rondaban por las calles.

Me rendí, aceptando que no querría mi caridad. Hasta me avergoncé de mí mismo por la idea estúpida que había tenido.

Miré alrededor. La habitación había quedado relativamente limpia.

Ya no podía quedarme, o sería exponerme por demás.

Junté las cosas de limpieza, escondí la lata de atún, y me fui, dedicándole una última mirada de compasión a aquella desdichada mujer.

Pasaron unos días más; la tormenta amainó, pero los zombies seguían deambulando.

Pasaron unos días más, y las reservas de charqui que tenían los tipos se agotaron, por lo que tuvieron que sacrificar a la chica, a pesar de las quejas del gordo Luis, que consideraba mejor tirar los reyes que pasar a mejor vida a la única mujer que verían que mucho tiempo tal vez.

No podía dejar de pensar en que horrible hubiese sido que Mariana pasase por esa situación. Y que, tal vez, esa chica fue para alguien lo que Mariana significó para mí.

Orlando se ocupó de la carnicería, luego de que todos pasaron a despedirse.

No cabía en mi cabeza tanta maldad. Tanto sadismo. Del que todos eran participes. Incluso Benicio. Incluso Chinchulín.

Cada vez sentía una mayor aversión por el Huraño, y el fantasma de Alejandra no dejaba de exigirme justicia.

Sabía que tendría mi oportunidad, pero tenía que encontrar el momento apropiado.

Ya el muñón estaba mejor. No levantaba más fiebre, gracias al reposo. Y necesitaba cambiar las vendas con menor frecuencia.

El problema real era la comida. Tomaba mucha agua para esquivar el apetito, pero mi mochila se vaciaba rápido de los alimentos enlatados.

Y aún no tenía un plan o una estrategia para poder irme sin ser descubierto.

La noche en que mataron a la mujer me quedé en el vestuario solo. Sin embargo, el olor de la sopa hecha con carne que cocinaron llegó hasta allí, y la culpa y el asco me desbordaron al sentir como se me hacía agua la boca a causa del hambre.

Había adelgazado bastante desde mi llegada al depósito, y me sentía débil; cualquier plan de emergencia que pudiera llegar a proyectar se me haría difícil de llevar a cabo.

Pasaron unos días más, y cierta noche se me encomendó mi primer guardia nocturna.

Sería compartida con el Carnicero, una vez que todos se fueran a dormir .  

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