Capítulo 6

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Caminaba lento, arrastrando los pies forzosamente. Como sin rumbo; al parecer aún no había notado nuestra presencia.

Por la ropa que llevaba, era una mujer.

¿Era?

Lo fue.

Llevaba el cráneo desnudo, con muy poco cabello.

El escuálido cadáver portaba un tono grisáceo bajo una remera y unos jeans sucios hechos harapo.

—¿Qué hacemos? —pregunté en un susurro, girándome hacia el grupo.

Pero nadie contestó. Todos miraban congelados y expectantes el pausado caminar del zombie, mientras el color se les iba poco a poco de la piel, y la respiración comenzaba a agitárseles en el pecho.

—Podemos irnos por otro lado —sugerí, fastidiado. La pasividad de mis compañeros me armó de un falso valor, tedioso—. Si lo esquivamos, podemos rodearlo y dejarlo atrás.

—Matálo, Eze. —Me pidió Mariana, con lágrimas en los ojos.

Fruncí los labios, aunque un poco tarde. Ya se me había esfumado el poco valor que tenía segundos antes.

Qué vida de mierda.

—¿Y si hay más? —inquirió Alejandra, nerviosa.

—Hay por todos lados; el mundo está lleno —se impuso Gustavo, de pronto— Hay que curtirnos, muchachos. No vamos a poder escaparnos siempre, y no podemos dudar cada vez que vemos uno.

Asentí.

Y volví a asentir, pero con más ímpetu. Tenía que creérmelo.

—Vamos a darle —siguió Gustavo—. Hay que ganar experiencia en esto.

Por tercera vez, asentí.

—Vamos nosotros, Gustavo —Le dije—. El resto nos cubre si hay problemas.

Miré al grupo, y vi caras no muy convencidas de querer intervenir en caso de problemas.

Pero ya no había vuelta atrás. Debía confiar en lo que teníamos.

—No nos dejen morir si pasa algo —remató Gustavo, reforzando la mirada en Víctor.

Mariana, con el rostro brillante de sudor y surcado por lágrimas, tironeó suavemente de mi remera, y me dio un beso rápido.

Escuché un "cuidate", que apenas silbó, mezclado con el aire que escapó de su boca entreabierta.

Miré a Gustavo, con poca confianza en sus capacidades para derribar al muerto, Menos que la que me tenía a mí mismo. Y, aun así, nos incorporamos con firmeza, dispuestos a hacerlo.

Con nuestras rudimentarias armas, y nuestras manos inexpertas; mi martillo, el cual de golpe se volvió más pesado que nunca; y una simple barra de metal, en la que Gustavo colocó cinta aisladora en un extremo para usarla como mango.

—Uno a cada lado. —Me dijo.

Rodeamos el auto, yo por la izquierda, el otro por la derecha.

El zombie se percató de nuestra posición, y aunque no cambió el ritmo de su andar, sí emitió un gemido hambriento.

Se volvió fijo hacia mí. Clavó sus ojos podridos, muertos, en mí. Extendió sus brazos desgarbados y putrefactos hacia mí. Y gimió, como deleitándose con anticipación del sabor de mi carne, todavía viva.

La imagen amenazó con congelarme la sangre, pero me sobrepuse.

Apreté el paso. Y Gustavo también.

Ya estábamos cerca.

Me mostró, furiosa, sus marchitos dientes. Y gimió más fuerte.

Con el corazón en la boca, me abalancé. Reuní todas mis fuerzas, y las imprimí en la mano que portaba el martillo. Lo sujeté firme. Seguro.

Arremetí con violencia, y el latigazo le cayó justo en la cabeza. Sentí los huesos astillarse bajo el martillo.

El monstruo perdió el equilibrio tras el golpe, sin embargo, antes de derrumbarse, la barra metálica de Gustavo lo sacudió desde atrás.

Se desplomó con fuerza en el piso, entre una lluvia de sangre y sesos, dejando oír unos últimos gemidos.

Asesté un golpe más a su cráneo deformado. Mi compañero hizo lo mismo.

Y más sangre y sesos se desparramaron sobre el asfalto.

Una sensación extraña me invadió de improvisto.

Tristeza.

Aquel cadáver, con la cabeza abierta al medio, con el cerebro adornando la calle, había sido alguien igual que nosotros en algún momento.

Una persona asustada, que perdió la vida en medio de aquel caos, y tuvo el desfavorable destino de vagar jadeante convertida en zombie.

Gustavo se dio media vuelta, y vomitó.

No lo resistí. Y vomité también.

Buenos Aires ZombieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora