Capítulo 15

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Fuimos subiendo poco a poco las escaleras. En el descanso, Ignacio se asomó para observar detenidamente, y luego me dio la indicación de continuar tras él.

Llegamos al primer piso; la puerta del 1A, abierta de par en par.

La del 1B, igual.

Nos quedamos quietos, apenas respirando, tratando de captar cualquier indicio que delate la presencia de alguien.

Pero nada.

Entramos al primer departamento. Tenía el living amplio, con una barra desayunadora dividiendo la cocina. Una sola habitación a la izquierda, junto al baño.

Sin embargo, estaba todo revuelto, cubierto de telarañas y de polvo. La luz entraba a caudales por el ventanal. Los sillones caídos y dañados; una mesa ratona en el centro había esparcido cristales por todo el ambiente, cuando la partieron al medio.

Un soporte para televisión juntaba mugre al no tener el televisor en él.

En la cocina no había mobiliarios; ni heladera, ni microondas, ni nada.

Los cajones en las mesadas estaban abiertos, o desparramados por el piso. Unos pocos cubiertos o repasadores les hacían compañía.

A pesar de las escasas expectativas, Ignacio rebuscó en cada sitio, incluído el baño y la pieza, pero sin lograr nada.

Salimos del departamento con las manos vacías. Salí del departamento con los pies pesados, y el ritmo cardíaco alto, ante la lúgubre imagen del corredor, temiendo que aparecieran cientos de zombies.

Si sucedía, me creía capaz de saltar desde el balcón hasta la calle. Y del miedo, incluso seguir corriendo.

Sin embargo, si subíamos más, esa posibilidad se reducía. Al menos la de caer ileso.

De todas formas, sabía que el chico querría revisar todo; y yo ya estaba ahí.

En el primer piso había solo cuatro departamentos. Todos, en iguales condiciones de deterioro, abandono y dejadez. Y todos completamente vacíos.

Encontramos mucho dinero en uno, en una especie de escondite en el techo de una habitación, pero ya no tenía ningún valor.

Nada servía. Ni computadoras, ni celulares. Nada que tuviese batería o funcionase con electricidad.

Subimos al segundo piso.

Subimos al tercero.

Y seguimos subiendo; y buscando.

No sé cuánto tiempo nos llevó recorrer el edificio. Pero fueron horas tensas. Horas eternas. Horas calurosas y con los músculos agarrotados del stress.

A través de los ventanales vi como el sol se iba acercando cada vez más al horizonte.

Ya estaba exhausto. El cuerpo y la mente. La cabeza me iba a explotar en cualquier momento. Mantenerse tan atento, esperando lo peor a cada paso, agotó cada ápice de voluntad que me quedaba.

Cada puerta que rompíamos; cada pasillo por explorar...

Encontramos rastros de violencia: sangre, golpes, huecos de bala, vidrios y botellas que hicieron las veces de puñales.

Sin embargo, nosotros no nos llevamos ningún sobresalto.

No vimos ni escuchamos sobre zombies o vivos. Nadie apareció para hacernos daño. Las ratas, murciélagos, arañas y cucarachas se asustaban más de nosotros, que nosotros de ellas.

Una vez en la terraza, agradecimos el cambio de temperatura y atmósfera con un agradable suspiro de alivio. Desde lo alto de la torre se observaba la ciudad. Distintas calles a las que estaba acostumbrado desde mi vivienda, pero la misma desolación.

Hicimos el conteo del botín conseguido: un atado de cigarrillos, dos botellas de agua, un paquete de arroz, y medio de yerba; también encontramos unas galletitas dulces, humedecidas, en un frasco; y unos comprimidos de ibuprofeno, pastillas para el dolor de cabeza, y de carbón.

Nada más. Pero nada menos. Según Ignacio, no era mal botín a esa altura del apocalipsis.

—Pudimos no haber encontrado nada, perro. —sentenció, positivo.

Sacó de su mochila su jugo de naranja, y me pasó la botella. Nos sentamos en un costado, contemplando el atardecer, cansados. Al menos yo. Mis piernas se quejaban, y el cuerpo me pedía alimento.

—¿Todos los días hacés esto? —pregunté.

—No, no —respondió, dándole unos sorbos al jugo cuando le pasé la botella—. Cada tanto; cuando se puede. Y solo no, es peligroso.

—¿Cómo perdiste a tus compañeros?

Se quedó pensando un momento. Sopesando la respuesta.

—La mayoría explorando, así como hoy —soltó, con el tono entristecido—. Nos topábamos con alguna madriguera y se cagaban; y hacían alguna cagada.

—¿Vos no te asustás?

—Más vale, perro —murmuró—. Me cago todo también ¿Pero sabés cual es la diferencia?

Negué con la cabeza.

—Que me pongo a pensar cómo van a hacer mi jermu y mi hijo si me muerden; la Vane no puede salir a buscar comida, no lo puede dejar solo al Thiago —frunció los labios, y torció el gesto, como preocupado ante tal posibilidad—. No, perro. No me puedo permitir mandarme una cagada. Tengo que volver a casa todos los días.

Lo miré, entre admirado y sorprendido. Tenía una decisión y un temple especial para su edad. Seguramente necesario para los tiempos que corrían.

—¿Qué vas a hacer ahora, Eze?

—No sé —respondí, sincero—. Capaz me quedo acá, por lo menos para pasar la noche.

Esa vez me miró él, pensativo. Permaneció en silencio unos cuantos segundos; alternando la mirada entre mis ojos, sus manos, y el cielo que se oscurecía lentamente.

—Escucháme —dijo, al fin—. Si te pinta podés ir a casa a comer. No conseguimos nada hoy, pero mañana podemos ir a recorrer un poco más; como para que sigas viaje con algo más piola.

Era una oferta generosa. Pero dicen que cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.

—No te estoy obligando —siguió—. Te quedás a dormir, descansas; y mañana ves que hacer.

—Sería bueno. —asentí, con poca convicción.

—Para mí tampoco es fácil, perro —dijo, entendiendo mi duda—. Está mi familia ahí. Pero sé que no sos mala leche. Dios no quiera, pero me llega a pasar algo, me gustaría que alguien también ayude a mi familia. Por eso si puedo, yo ayudo.

—¿No vas a tener problemas con tu mujer si voy?

—No, ya lo hice un par de veces; sabe cómo soy.

Moví la cabeza en señal de aceptación.

—Gracias. —Le dije.

—Igual —La expresión amable que solía tener se endureció de repente—, no hay nada personal, pero quiero que sepas que, si tengo que defender a mi mujer y a mi hijo, no me importa nada.

Buscó con velocidad dentro de su mochila, y, sin sacarla por completo, me dejó ver que llevaba una pistola en su interior.

—Nunca maté a nadie, Eze, pero mi familia es primero.

El estómago me dio un vuelco, y el corazón se me aceleró sin control.

Sin embargo, comprendí. Y acepté las reglas del juego.

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