Capítulo 27

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Cinco días así. A la intemperie. Enfermo.

Casi muerto. Luchando, inconsciente, por mantenerme con vida.

Y estaba débil. Los cinco días me cayeron como un baldazo de agua fría, devolviéndome a la realidad.

Ignacio se había ido y vuelto por comida, mientras que la tormenta desatada se burlaba de la poca resistencia que le oponía el techo que tenía sobre mi cabeza.

Pasaron varios días más; cada uno me encontraba más tiempo despierto que dormido. Y ya veía, escuchaba y pensaba con mayor claridad.

La fiebre fue menguando; la sensación de tener el brazo me permanecía, pero los repentinos dolores del muñón me recordaban su falta.

Ignacio me lo desinfectaba a diario, y me cambiaba las vendas. También me llevaba analgésicos, antinflamatorios y antibióticos.

Y agua y comida.

Revisaba y limpiaba con frecuencia un tacho que había dispuesto en una esquina, a la que podía llegar a pesar de la cadena, para que haga mis necesidades.

Pero siempre, de todo, se ocupaba él.

No vi en ningún momento a Vanesa, y menos que menos a Thiago.

Tampoco cruzamos muchas palabras. Solo las suficientes, cuando era indispensable, o cuando el muchacho volvía a repetir lo apremiante que resultaba que me recupere para dejar su casa.

—¿Podrás andar en bici con una mano? —Me preguntó un día.

—Sí —Le respondí, con tosquedad—. Hace mucho no ando, pero creo que voy a poder.

Pensaba que estaba lejos de volver a sentirme bien, pero de a poco las fuerzas fueron apareciendo.

Las pesadillas eran menos recurrentes, y me permitían descansar mejor.

De a ratos, mi odio y rencor hacia Ignacio crecían exponencialmente, pero luego eran reemplazados por un extraño sentimiento de lástima y compasión.

Si bien dependía de mi estado de ánimo en general, de todos modos ya no podía mirarlo de la misma forma.

Había perdido el respeto hacia él completamente, y hasta su sola presencia me era intolerable. Y repulsiva.

Me debatía de manera constante que acción tomar respecto al chico. Si tomaba una represalia, repercutiría directo en la supervivencia de Vanesa y del bebé. Aunque lo merecería.

Pero irme... tal vez era más fácil irme con el orgullo herido y un brazo menos, que con la pesada carga de una familia destruida.

Una mañana húmeda y especialmente nublada, Ignacio apareció con un desayuno más suculento de lo normal.

—Hoy te vas, Eze —Me dijo, mientras engullí parte de la comida, con un gran apetito—. Te preparé una mochila con provisiones, y una bici en buen estado. Y también tengo agua y jabón, por si querés bañarte antes de irte.

Asentí, tranquilo, asimilando lo que pasaría después. Ya estaba con las energías suficientes, y prefería abandonar aquella terraza de inmediato.

Me bañé ahí mismo, con los elementos que me había dejado el muchacho. Fue complicado adaptarme a hacer algo tan sencillo sin un miembro, pero la sensación de estar limpio nuevamente era reconfortante.

Ignacio me escoltó hasta la planta baja. Cuando pasamos por el pasillo en donde estaban los departamentos, ambos presentaban las puertas cerradas.

Cruzamos el hueco en la pared, escondido tras la heladera, y allí me dio la mochila.

—Algo tenés. Hay algunas latas de atún, de arvejas, de paté y de carne. También hay agua, unas pastillas para que sigas tomando; vendas y agua oxigenada. Te dejé un abrelatas, un encendedor, un cuchillo y una cuchara. Y hay una campera que la Vane insistió en que te deje. Ah, y dos cámaras de repuesto para la bici, y unas herramientas que te pueden servir.

Señaló con el dedo el mostrador de melanina hinchado y polvoriento.

—Ahí está tu martillo. Y una gorra, que es para vos.

Mascullé un agradecimiento poco sonoro, y tomé las cosas. Me puse la visera de la gorra al frente, y agarré con firmeza el martillo.

Por un momento se me cruzó por la mente abrirle el cráneo al chico como a un zombie cualquiera, pero recapacité, y llevé lejos aquella idea.

Aunque al parecer Ignacio sospechó de mis brutales pensamientos, y desenvainó de la cintura un revólver, con un gesto demasiado dramático como para considerarlo azaroso.

—La bicicleta está afuera —dijo, sin empuñar el arma hacia mí—. Te voy a acompañar un par de cuadras, hasta que estés más o menos lejos.

Salí del local sin siquiera mirarlo, y me encontré con la bicicleta apoyada en un poste, frente a la vidriera rota.

Era una todoterreno, negra y gris. Linda, práctica, y cara en su momento.

Me subí, y comencé a pedalear, buscando el equilibrio en los primeros metros. Ignacio iba caminando unos pasos atrás mío.

Pedaleé, distraído, hasta silbando por tramos. Si ocurría algún problema, dejaría que el chico se ocupase.

No intercambiamos ninguna palabra, así como no giré en ningún momento para buscarlo con la mirada.

Fui derecho hasta la Avenida Santa Fe, y desde allí continué por Luis María Campos; aunque, al terminar esa, una cuadra antes de Avenida del Libertador, escucho que Ignacio me chistea.

Frené en seco, y me di vuelta para ver que quería.

—Hasta acá llego yo. —dijo, con el arma en la mano, mirando en todas direcciones.

—Está bien...

Me miró por unos segundos, incómodo.

—Espero que tengas un buen viaje.

—Gracias.

—Y espero no volver a cruzarte por acá, Eze.

—No va a pasar. Y no porque vos lo digas, o te tenga miedo. Porque si fuera por mí, te rompería la cabeza de un martillazo. Por lo que me hiciste, y por lo que seguro le vas a hacer a otros.

—¿Qué te detiene entonces?

—Que no soy tan hijo de puta como vos. No voy a dejar a tu familia a su suerte.

Otra vez la furia estaba inundando mi torrente sanguíneo.

—Lo que hice, fue por la misma razón. —replicó, inmune a mis acusaciones.

—Algún día no te va a salir. Todo vuelve.

—Seguro que sí. Pero vos no vas a tener nada que ver. Nunca maté a nadie, pero si te llego a ver de nuevo por acá, vas a ser el primero. No hagas que me arrepienta de haberte salvado.

—No creo que te arrepientas de nada.

Comencé a pedalear nuevamente, dándole la espalda.

—Saludos a tu familia. Que tengan una buena vida.

Giré la cabeza, dedicándole un último vistazo rabioso.

—Y no me salvaste de nada. Apenas dilataste un poco más mi muerte.  

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