Lo dudé. Accedí... pero volví a dudar. Hasta que fruncí los labios con fuerza, y bajé la guardia.
Y le estreché la mano.
—¡Qué calor! —dijo, casual, y fue a esconderse del sol a la sombra del árbol en la que me había refugiado yo.
Se dejó caer, con la espalda apoyada en el contenedor, luego de sacarse la enorme mochila que portaba encima del torso desnudo.
—Sentáte, bola —Me dijo, señalando con el mentón al piso—. ¿Querés jugo?
Sacó de la mochila una botella grande de jugo de naranja, bebió un pronunciado sorbo, y la estiró hacia mí.
—Está re caliente. Pero bueno, es lo que hay.
Podría estar tomando una mala decisión, pero ya había tomado varias. Una más no haría la diferencia. Y no contaba con muchas energías para seguir moviéndome.
Me senté, a una distancia prudente, y tomé unos tragos de la bebida que me ofreció. Parecía té en vez de jugo. Pero era mejor que nada; que era lo que tenía yo. Al menos me sirvió para bajar el mal sabor del robo.
—Gracias. —Le dije, devolviéndosela.
Movió la cabeza, restándole importancia.
—¿Estás solo? —preguntó.
Asentí con la cabeza. Se me revolvía el estómago, y las piernas me temblaron, listas para acalambrarse.
—¿Qué te robaron los pibitos?
—La mochila. Tenía un poco de agua. Una linterna, un abrelatas. Chucherías.
—Mal ahí, perro —susurró, mientras tomaba un trago más de jugo—. ¿De dónde venís? Nunca te vi a vos tampoco por acá.
Me pareció curiosa, y hasta cómica, la naturalidad con la que hablaba. Llevaba el apocalipsis en el que estábamos inmersos con soltura. Mucho mejor de lo que pensé que alguien podría llevarlo.
—Vivía por acá cerca —Le dije—. En un edificio.
—¿Todo este tiempo estuviste en el edificio?
—Desde que empezó todo el caos.
—¿Solo?
—No. Estaba con más gente —solté, intentando no recordar a los que se quedaron, y menos a los que se fueron—. Otros vecinos.
—¿Y por qué te fuiste?
—Nos estábamos quedando sin comida, y preferí salir a buscar un lugar mejor donde vivir, que morirme de hambre ahí dentro.
Asintió, como aceptando la idea.
—Igual flashaste ahí, amigo —dijo, después de un rato pensando—. No sé si hay lugares mejores. Te pudiste quedar ahí, y salir a buscar comida.
No quise ni pensar en esa opción. Ya había tomado las decisiones erróneas, y no podía volver el tiempo atrás. Debía aceptarlo, con todos los hechos que eso acarreó.
—Ya está, ya me fui.
—¿No podés volver?
—No. Y no quiero.
—¿La demás gente se quedó en el edificio? —continuó preguntando, interesado en mi historia.
—Algunos sí —respondí, con dolor—. Otros vinieron conmigo.
—¿Dónde están? —entrecerró los ojos, y giro la cabeza, como buscando a alguien.
—Cuando llegamos a Plaza Italia nos rodearon unos zombies, y nos dispersamos.
—Uh, mal ahí —Me dijo, pasándose la mano por la cabeza rapada—. Plaza Italia está hasta la pija de zombies. Es un cementerio.
—Sí —confirmé—. Nos dimos cuenta un poco tarde.
—¿No sabés para dónde fueron tus amigos?
—Mi novia y una amiga no pudieron escaparse —dije, haciendo el esfuerzo por no quebrarme—. Los otros no me importan. No eran mis amigos.
—Lo siento —murmuró, después de un momento de luto—. La gente hoy en día muere como si nada.
Asentí.
—¿Cuándo dejaron el edificio?
Un escalofrío me recorrió la médula.
—Hoy a la mañana.
—¡No duraron mucho! —dijo, abriendo los ojos como platos, y esbozando una sonrisa, que apagó velozmente, torciendo el gesto—. Perdón.
Era una ridícula realidad. En pocas cuadras perdimos a Alejandra. En pocas más, perdí a Mariana.
No faltaba mucho para perderme yo también.
Una brisa me refrescó, a la vez que nos traía el gélido olor a muerte.
—¿Qué pensás hacer ahora? —preguntó Ignacio, rompiendo el silencio.
Me encogí de hombros.
—Supongo que seguir adelante, como tenía planeado.
No pensaba contarle mis planes ni mi destino a un desconocido. No quería que supiera a dónde intentaba llegar, por más que probablemente no llegase ni a la mitad del recorrido.
—¿Vos estás solo? —pregunté, desviando el tema.
El muchacho se quedó callado un instante, mirándome fijo.
—No —dijo al fin—. Vivo con mi señora y mi hijo. Están en un departamento que ocupamos; también había más gente, pero les pasó lo mismo que a los tuyos.
Asentí, escuchando su historia, e inspirándolo para que continúe.
—Hace poco murió el último compañero que teníamos —dijo, entristecido—. Asique estoy merodeando solo. Buscando algo que comer; que tomar. No es fácil.
—¿Es chiquito tu hijo?
—Sí —dijo con una sonrisa—. Thiaguito. Tiene dos años.
—¿Y hay muchos zombies por acá? —pregunté, inquietado un poco por la tranquilidad del chico.
—Para este lado poco y nada —respondió—. Casi todos están de Plaza Italia para allá. Pero sí hay gente viva. Y no sé cuáles son más peligrosos.
—¿Quedan muchas personas con vida?
—No, no mucha —siguió—, pero hay. La mayoría cagó, o se fueron cagando de Capital. Algunos son buenos, otros están locos; y otros son hijos de puta, como esa pareja que te robó. Por eso prefiero evitar a los vivos. Conozco a los que dan vueltas por acá, pero de vista, y de lejos. Tengo que proteger a mi familia.
—Pero a mí me viniste a hablar...
—Porque pensé que te habían lastimado. Soy un poco humano, perro.
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Buenos Aires Zombie
FantasyLa plaga zombie se desató en el mundo, y Argentina no fue la excepción. Todo el territorio fue desolado, las comunicaciones se cortaron, y los pocos sobrevivientes quedaron aislados, intentando mantenerse con vida como les fuera posible. ...