Capítulo 11

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Guardé la linterna en la mochila y saqué una pequeña botella de agua.

Me bebí el contenido de un solo trago; sabía que debía racionarla, pero estaba muerto de sed. Totalmente deshidratado.

Hacía mucho calor, y había corrido demasiado. Había peleado, y transpirado. Había sufrido, y llorado. Merecía el agua.

También sabía que debía comer algo, pero tenía el estómago cerrado a pesar de sentirme tan débil.

El olor a carne podrida, a muerto, me impregnaba la nariz.

Y la sola visión de la muerte de Mariana, todavía latente en mis ojos, me provocaba náuseas.

A pesar del aire tóxico, inspiré profundo, buscando valor y calma.

Tenía que seguir adelante. No era momento de llorar. Ni siquiera de pensar. Si me detenía a pensar, el tormento me consumiría por dentro.

Caminé con cuidado hacia Puente Pacífico.

Tenía la mente nublada, no estaba seguro de que camino tomar; era por ahí, pero mi cabeza era un pantano nebuloso.

El sol estaba en lo más alto, castigándome. Debía ser mediodía ya.

Busqué un sendero a la sombra de los edificios para ir guareciéndome del calor abrasador.

Tenía la ropa empapada. Hasta la mochila era una bolsa de agua, de tanto que había transpirado.

Por debajo del puente ferroviario, unos sillones destrozados, probablemente de algún vagabundo que habrá vivido allí, llamaron mi atención; estaban cubiertos de sangre. Incluso tenía unas palmas rojas impresas en la cuerina.

Muy tétrico.

No podía ni siquiera llegar a imaginar lo que habrá sido vivir la invasión de los zombies, más allá de la protección invalorable que nos proporcionó el edificio.

Habíamos tomado nuestros recaudos. Lo protegimos como pudimos.

Aunque tampoco tuvimos la mala suerte de que nos quisieran saquear o usurpar el lugar donde nos alojábamos. O que la plaga se haya expandido, como pudo haber pasado con los padres de Mariana.

Tuvimos mucha suerte.

Con la que no corrieron otros. Con la que probablemente no corrieron mis padres.

Mi familia. Mis amigos.

Aquel sillón ensangrentado me dio a entender que la realidad en las calles había sido más cruda que la que nos tocó vivir en la altura del edificio.

La realidad que había transformado violentamente una de las avenidas más transitadas en otro momento, en un panorama de desolación; de autos abandonados, destrozados; de mugre y sangre pintando pisos y paredes, y cadáveres decorando la ciudad por doquier.

Caminé pausado, tratando de que el ritmo de mi corazón volviera a su normalidad.

A pesar de que la zona pareciera libre de amenazas, no dejé de empuñar el martillo, preparado para cualquier circunstancia.

Más allá del puente, me refugié a la sombra de unos tristes árboles que se habían abierto paso, levantando parte de la vereda, sin tener que padecer del control humano que se ejercía sobre la naturaleza.

Una brisa me refrescó leve y repentinamente.

Pero una distorsión del horizonte me estremeció.

Primero pensé que era una visión. Luego comprendí que eran dos siluetas moviéndose sin cuidado.

Me agazapé contra un contenedor de basura, para mirarlos mejor. No estaban lejos.

¿Zombies?

No parecían. Se movían con poca gracia, pero con más agilidad que la que había visto en cualquier muerto. Hice visera con la mano sobre mis ojos, para observar mejor.

Eran personas; vivas, jóvenes. Muy jóvenes los dos. Si no me fallaba la vista, eran un chico y una chica.

El corazón volvió a sacudirse en rápidas pulsaciones. En una mezcla frenética de emoción y duda.

Los seguí espiando, mientras se paseaban cada vez más cerca. Desprolijos, desaliñados, flacos. Sobrevivientes.

Fruncí los labios, convencido de que lo mejor era salir y pedir ayuda. Podrían darme una mano en este mundo que era desconocido para mí. Y en el que estaba completamente solo.

Me erguí, pero no salí de mi posición. Sin embargo, la chica miró de reojo y, sorprendida, volvió a girar la cabeza hacia donde me encontraba. Traté de esconderme, pero ya era tarde. Codeó al chico, señalándome.

No me dieron más opciones.

Salí de mi escondite, decidido.

Avancé hacia ellos, con el martillo en la mano, pero en alto, en señal de paz. Los chicos se detuvieron, y miraron en todas direcciones, como buscando aliados míos. Parecían asustados. Y no se movieron. Se quedaron esperando mi sigiloso avance, en silencio.

—Hola. —Les dije cuando estuve a pocos metros, tratando de demostrar la mayor seguridad en mi voz.

Fingiendo. Con la garganta rasposa, dolorida. Sentí como si hubiese estado comiendo arena.

A tan poca distancia los pude ver mejor. Eran jóvenes de verdad; casi adolescentes. Los dos eran más bajos que yo, aunque entre ellos tenían una altura similar. Salvó que la chica era mucho más delgada que él. Llevaba el cabello negro y grasoso recogido en un rodete en lo alto de la cabeza. Un vestido negro y suelto, desgastado y sucio, dejaba verle los múltiples tatuajes que le recorrían el cuello, haciéndole juego con el bull de la nariz.

El muchacho portaba con mucha naturalidad unas rastas castañas, y, al igual que la joven, la raída musculosa, desteñida por el sol, revelaba los dibujos en su piel. Dos expansores enormes se lucían en sus orejas, aunque el de un lado estaba peligrosamente morado.

Siguieron en su postura, inmóviles.

Por un momento pensé en repetir el saludo, por si no me hubiesen escuchado. Pero de pronto, con un veloz movimiento, el chico pasó la mano por su espalda, sacando un revólver de la cintura.

—¡Arrodilláte, hijo de puta! —Me gritó, escupiendo las palabras, salvando la distancia que nos separaba de dos trancadas.

Buenos Aires ZombieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora