Capítulo 8

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Corrimos, sin detenernos, hasta el centro de Plaza Italia.

Parte del enrejado que la rodeaba ya no existía, y lo que quedaba estaba doblado, oxidado, a punto de ceder también.

Los zombies habían quedado unos cuantos metros atrás, sin embargo, su procesión seguía, pacientemente, ansiosos por darnos alcance.

—¿Qué hacemos? —preguntó Gustavo, desesperado, frenético.

Miré alrededor, y la decepción salió a través de mi en forma de una sonrisa desquiciada: cientos de zombies se apretujaban contra las puertas de La Rural, tropezándose entre ellos, intentando salir.

Las rejas del predio los contendrían algo de tiempo. Pero casi nada.

Estaban cerca. Y podía sentir sus jadeos en mis oídos; sus malolientes tripas en mi nariz; sus instintos asesinos en mi corazón, que latía con violencia.

Los gritos del grupo se superponían uno encima del otro.

—¡Son una banda!

—¿Qué hacemos?

—¡Vámonos!

—¡Corramos!

—¡Nos van a matar a todos!

No pude entender quien gritaba, quien planteaba alguna solución, ni quien solamente estaba al borde del colapso nervioso, a punto de morir de miedo ahí mismo.

Antes de que siquiera una idea atraviese mi cerebro, todos corrieron despavoridos hacia Las Heras, rumbo al Jardín Botánico.

El Vecino Huraño encabezaba la marcha, transformado en todo un atleta, gracias a la adrenalina y el pánico que debía recorrer su torrente sanguíneo.

Pero no hicimos un gran tramo por allí, hasta darnos cuenta de que por ese lado la situación no era mucho mejor.

De entre los árboles comenzamos a ver figuras, que dejaron verse, al abalanzarse hacia nosotros. Gimiendo.

Mierda.

Teníamos que buscar otra vía de escape. No podíamos avanzar más por Las Heras. Más adelante seguían apareciendo monstruos.

Volvimos otra vez sobre nuestros pasos, pero la horda salida de la Iglesia ya se acercaba, y pronto se unirían a los que estaban logrando derribar las rejas de La Rural.

La desesperación, el terror y la frustración luchaban por reinar en mi cabeza.

La cordura se había visto totalmente desplazada.

El pecho me estaba por explotar.

Todo lo que había imaginado y planeado se fue al carajo en cuestión de segundos.

Nos miramos las caras por un momento. Todos estaban igual de atemorizados que yo. Mariana se aferró a mi mochila, y estaba irreconocible bajo el mar de lágrimas y baba que le cubría el rostro congestionado por el llanto.

Víctor zamarreó a Gustavo por el brazo, diciéndole algo que solo él escuchó, mientras señalaba el camino hacia el Jardín Botánico.

Pensé que algo sucedía en esa dirección, y apenas desvié la vista hacia ahí, ambos amigos salieron corriendo, sin mediar palabras con el resto.

—¿¡Dónde van!? —gritó el Vecino Huraño, pero no se volvieron— ¡Eu, vuelvan!

Pero fue inútil.

Corrieron sin detenerse siquiera a hacer un gesto.

Nos quedamos viéndolos, incrédulos.

Mientras los zombies estaban cada vez más cerca.

—¡Por acá! —Les digo al resto— ¡Rápido!

Volver por Thames era imposible ya. Los muertos ocupaban todo el horizonte. Tomamos el único espacio que quedaba libre. Debíamos movernos, hacia donde fuera. No importaba dónde, solo alejarnos.

Ya nadie ocultaba su presencia, todos gritaban horrorizados. Menos yo, aunque no por valiente; un nudo en mi garganta, que apenas me dejaba pasar aire para respirar, me impedía gritar, aunque sea para liberar la adrenalina comprimida en el estómago.

Un zombie me tomó por sorpresa, saliendo desde un local de comidas rápidas quemado. Logré esquivarlo a la carrera, haciéndolo a un lado, agitado, y con las piernas amenazándome con acalambrarse.

Sin embargo, un grito me detiene en seco.

Doy la vuelta, y veo al Huraño forcejeando con aquel zombie. No pudo esquivarlo al parecer. Lo tenía tomado por la ropa, mientras mi vecino ponía todo su esfuerzo en poner distancia entre él y los dientes del muerto.

Cambié de dirección para ir en su ayuda, pero antes de dar el primer paso, haciendo gala de una gran habilidad, y una mayor cobardía, el Huraño logra zafarse del zombie a la par que cazó a Alejandra de la mochila, empujándola hacia la criatura.

Ambos cayeron al piso, a causa del envión, pero el zombie no perdió tiempo, y clavó su dentadura en la muchacha mientras caían.

Me quedé paralizado. Atónito.

No pude reaccionar, mientras el Vecino Huraño pasaba a mi lado, hecho una flecha, sin mirarnos ni decirnos nada, a mí o a Mariana, quien se agarraba la cabeza, desesperada, y llorando aún más fuerte, si es que cabía esa posibilidad.

—¡Ayudáme, Eze! —Me gritaba Alejandra, desde el piso, extendiendo una mano ensangrentada hacia mí; tratando de defenderse sin éxito del monstruo que arrancaba a jirones pedazos de su carne— ¡Por favor, ayuda!

Las peticiones de auxilio se mezclaban con escalofriantes gritos de dolor y agonía.

Sin embargo... ¿Qué podía hacer?

Ya estaba condenada. Ya no tenía escapatoria. No había nada que pudiera hacer, no podía ayudarla.

Miré a Mariana, la cual también giró su rostro hacia mí, aunque solo por un segundo.

Temblaba como una hoja, pero, incomprensiblemente, salió corriendo, de vuelta al centro de Plaza Italia. Plagada de zombies.

Creí desfallecer. Las piernas me temblaban, y mi corazón parecía no dar más a basto.

—¡Mariana! —Le grité, siguiéndola, dejando morir sola y dolorosamente detrás mio a Alejandra.

—¿¡Dónde vas, Mariana!? —volví a gritarle, pero parecía no escucharme.

Antes de poder alcanzarla, bajó por una boca del subte, y desapareció en la oscuridad.

La horda de zombies estaba solo a pocos metros.

A segundos.

A pasos.

Respiré profundo.

¿Qué hago?

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