Capítulo 43

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Pasaron un rato planificando la operación; sobre quién iría con quién, por dónde se avanzaría, y demás cosas de las que no fui parte, ni me interesaban.

Lo que sí había escuchado, y me generaba cierto temor, es que luego de la planificación, sin perder tiempo, se saldría a llevar a cabo la excursión.

El Carnicero nos dividió en dos grupos de cinco. En el suyo, estaba yo, junto a Chinchulín, Matías y Orlando.

Por lo que tenía entendido, unos irían por la izquierda del depósito, otros por la derecha, matando la mayor cantidad de zombies posibles, y apenas estos se empiecen a agrupar, volveríamos corriendo a encerrarnos.

Luego, por la tarde, antes de que bajase el sol, se haría otra barrida.

Así, en un día, se reduciría una al menos una buena proporción de los muertos que rondaban cerca.

Me dieron la orden de prepararme para el movimiento, por lo tanto, mientras ellos desayunaban su odiosa comida, yo fui a lavarme la cara y tomar un poco de agua.

El estómago se me retorcía de hambre, pero aún no me delataba crujiendo.

Tomé mi martillo, y me quedé esperando en las escaleras que daban acceso a los vestuarios.

No veía claro cómo podría retomar mi camino, pero tenía la esperanza de que las cosas se sucedieran de manera favorable para mí.

Me picaba la barba. Era un verano especialmente caluroso como para llevarla, pero mientras la rascaba, pensaba en Mariana. Me esforzaba para que cada recuerdo positivo de ella tapase la imagen de su terrible muerte, destrozada por zombies, en aquella estación, que ya parecía tan lejana...

Una vez que el equipo estuvo listo, armados, y dándose ánimos mutuamente, cruzamos el umbral de la puerta, y fuimos hasta el portón.

Apenas nos acercábamos, los monstruos que estaban allí cerca se agolpaban contra las rejas, ignorando como ésta les impedía arremeter contra nosotros.

Se desesperaban. Gemían, impacientes por arrancar nuestra carne con sus putrefactos dientes.

Benicio abrió la puerta, temeroso, cerrada con la cadena anudada, mientras los zombies pujaban por derribarla.

Apenas la puerta quedó libre, el grandulón retrocedió, asustado, y los muertos ingresaron a los empujones al predio.

El Carnicero, y los demás que iban al frente se abalanzaron con sus armas y palos, abriéndoles el cráneo por la mitad.

Salimos a fuerza de golpes contra las criaturas, con el líder del equipo, Orlando y el gordo Luis liberando el camino. Se imponían con seguridad sobre los cadáveres reanimados que se movían tambaleantes, gimiendo, estirando sus brazos para alcanzarnos.

Olían a muerte. Jadeaban, arrastrando los pies. Los más próximos voltearon hacia el tumulto, y fueron acercándose.

—¡Ustedes por allá! —Le gritó el Carnicero al gordo Luis, para que fuera con su grupo hacia la horda que se estaba formando en el flanco izquierdo—. ¡Los míos, síganme! ¡Cúbranse entre todos, carajo!

Avanzamos en semicírculo, uno al lado de otro, dividiéndonos los monstruos que se nos venían encima.

No era complicado derribarlos. Estaban especialmente lentos y podridos. Parecían llevar bastante tiempo de muertos.

Los cráneos cedían con facilidad ante cada golpe descendente del martillo. Sin embargo, no dejaban de sumarse más zombies, reemplazando a los que caían.

Avanzamos sin separarnos uno del otro, dejando criaturas mutiladas a nuestros pies.

Una vez en la esquina, más y más muertos vivos aparecían desde todas las direcciones.

Abrimos un poco la formación para cubrir más terreno. El Carnicero, a la vanguardia, cargaba contra todo lo que se movía, sin piedad y con mucha saña.

Me concentré en lo mío. Debía concentrarme. Cada segundo en la calle era vital.

Ataque un zombie. Una mujer. Joven, con un vestido corto, turquesa, corroído por las inclemencias del clima. Reventé su cabeza de un certero martillazo, salpicando mi rostro con unos grisáceos sesos.

Y fui hacia otro. Otra mujer. Aunque era una anciana, tambaleante, a la que le fallaban las rodillas. Un golpe en diagonal le sacó la mandíbula de lugar, y otro seguido en la mollera la terminó de rematar.

Tomé aire, mientras veía al resto del equipo peleando. También se concentraban en su faena, sin prestar atención a nadie más que al muerto que tenían al frente en ese momento.

Era un buen momento para escapar.

Dudé.

Y no lo hice, nuevamente.

Dirigí mi vista a Chinchulín. Había arremetido contra un muerto, pero otros tres estaban muy cerca, y giraron sobre sus talones hacia él.

Derribó al primero, pero cuando uno de los tres lo atacó, el Huraño falló en su golpe, atorando su hacha de mano en la clavícula del zombie, que apenas se inmutó.

El monstruo estiró los brazos para sujetarlo, junto a los otros dos que ya le habían dado alcance.

Nadie estaba prestándole atención. Solo yo. Chinchulín soltó un grito de ayuda; pero cada uno seguía en lo suyo.

Estaba a unos pasos de mí. A un segundo de carrera. Volteó desesperado su cabeza, y, al verme, apoyó sus ojos en los míos, suplicante.

—¡Ezequiel! —gritó, frenético—. ¡Ayudáme, Eze!

Negué inconscientemente con un gesto, endureciendo la mirada, frunciendo el entrecejo.

Moriría de la misma forma en la que debió haber muerto tiempo atrás.

Justicia divina.

—¡Ezequiel! —volvió a gritar, desesperado, forcejando con los zombies que lo tenían rodeado.

Hasta que un estúpido sentimiento de culpa me azotó el pecho, y despegué los pies del suelo para acudir en su rescate.

Sin embargo, antes de llegar al primer muerto, éste cayó rodando al piso, abierto de par en par por el machete del Carnicero; y luego el segundo, y el tercero.

El líder el grupo me dedicó una mirada de soslayo poco amigable, mientras reanudaba la matanza.

Mierda.

Ya estaba fatigado, jadeante y empapado de transpiración. El resto estaba igual, o peor, aunque ninguno había sido siquiera mordido.

Y cada vez aparecían más muertos vivos, a pesar de matar uno tras otro.

—¡Volvamos! —ordenó el Carnicero—. ¡Ya son muchos!

Retrocedimos en una corrida hasta la puerta del depósito.

Orlando llamó de un chiflido al otro grupo, que no estaba muy lejos, pero que había logrado dejar una extensa cantidad de zombies derribados, regados por la calle.

Entramos al predio, y el Carnicero se encargó de cerrar el portón con la cadena, antes de que las criaturas llegasen hasta allí.

—Bastante bien para la primera ronda. —dijo el gordo Luis, secándose el sudor de la frente, con el dorso de la mano.

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