Capítulo 52

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El único consuelo que encontraba era mirar a Chinchulín y ver que se encontraba en un estado igual o peor al mío.

Al menos yo había estado preparándome física y psicológicamente para lo que ocurriría. A él lo tomaría por sorpresa.

Llegamos al depósito desanimados, cansados y transpirados. Los muchachos cambiaron sus ropas y se lavaron en silencio, para ir ocupando los lugares que solían ocupar desde el momento en el que los zombies nos habían rodeado.

Solitarios. Taciturnos. El mismo ánimo de unas cuantas jornadas atrás volvió a hacerse presente.

A pesar de haberme duchado, las manos me sudaban, y unos ligeros espasmos me precipitaban.

Mi mente volaba a mil por hora, procesando pensamientos de los más variados, llevándolos de un rincón a otro de la consciencia.

Todo lo vivido hasta entonces pasó por mi cabeza. La plaga, desatada sigilosamente hasta derribar la sociedad que conocíamos; el encierro en el edificio; Mariana, y el resto del grupo. Chinchulín.

Mi mente volaba hasta el futuro. A todos los escenarios posibles de la lucha cuerpo a cuerpo que nos tendría como protagonistas esa noche. Me imaginaba realizando los golpes aprendidos del Carnicero, sin saber a ciencia cierta si podría realizarlos.

Pero esperaba que sí. Deseaba salir victorioso. Sobrevivir una vez más. Aunque eso implicase tener que matar al Vecino Huraño.

Me visualicé comiendo un trozo de carne asada, arrancada del cuerpo mutilado de Chinchulín.

Benicio tenía razón. Tarde o temprano, todos quebraban.

Esa noche perdería todo rastro que me quedaba de humanidad.

O moriría en el intento.

El sol se escondió antes de lo que esperaba. O de lo que anhelaba.

Orlando recorrió el depósito, convocando a todos a la oficina, por orden del Carnicero.

Me levanté con pesadez del colchón en el que me había refugiado para fantasear con que nada de lo que estaba ocurriendo era real.

Y con la misma pesadez recorrí la distancia que cubría desde el vestuario hasta las oficinas.

Allí ya estaban esperando Cogollo, el gordo Luis y el líder.

Me ubiqué a la izquierda de Luis, y uno a uno fueron llegando los rezagados. Benicio entró a lo último, con una cara sombría, similar a la mía.

Era evidente que estaba nervioso. Asustado.

En realidad, todos parecían estarlo. Menos el Carnicero. Su rostro escondía una satisfacción que solo una mente retorcida como la suya podría generar en una situación así.

Barajaba las cartas con lentitud, observando a cada uno.

—¿Estamos todos? —preguntó.

Hubo un asentimiento general, con varios movimientos de cabeza, y unos pocos susurros.

El corazón, una vez más, se me agitaba con violencia, buscando salir a través de mi boca. Por unos instantes creí que me delataría.

Estaba sudando, y los pelos de mi único brazo se encresparon.

Orlando, a la izquierda del Carnicero, cortó a la mitad el mazo que éste le había cedido.

Hasta que de pronto, una idea increíble y luminosa me encendió la cara.

—Espera —Le dije—. ¡Quiero cambiar de lugar!

Todos voltearon el rostro hacia mí, y el gesto de satisfacción del Carnicero se desvaneció ante mi actitud.

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