Capítulo 16

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Bajamos de la terraza sin hacer disturbio. Durante la exploración no nos habíamos topado con nada, pero con los zombies nunca se sabía. Era mejor no arriesgarse.

Una vez en la calle, hicimos el camino contrario al que habíamos tomado para llegar a la torre.

Un viento de lluvia le llevó alivio a mi cuerpo febril por el cansancio.

En Puente Pacífico continuamos por Avenida Santa Fe hasta Luis María Campos.

Tomamos una perpendicular, sin nombre a la vista, y que desconocía. Una cuadra. Dos.

Giramos a la derecha, y en la esquina nos detuvimos frente a la vidriera destruida de un local. La persiana metálica que lo protegía estaba bajada solo tres cuartos, e inclinada hacia uno de los lados.

Sobre este había dos departamentos sin balcón, a medio edificar, de aspecto ruin, con manchas de humedad sobre las pocas partes revocadas.

Nos agazapamos para entrar sigilosos al salón, e Ignacio lo recorrió con la mirada, forzando la vista a la tenue luz que entraba.

—¡Vane, soy yo! —gritó, de pronto.

—¡Bueno, gordo! —Le respondió una voz femenina desde la lejanía.

Me miró sonriente, como no lo había visto en todo el día.

—Capaz no me reconoce y me mete un corchazo. —bromeó.

Fue hasta una heladera exhibidora, chueca, resquebrajada y oxidada, que se apoyaba contra una pared.

La empujó de costado, y detrás apareció un boquete lo suficientemente amplio como para que quepa una persona dentro de él.

—Pasá, pasá. —Me apuró, abanicando su mano, en dirección al hueco.

Me introduje, aunque con cierta dificultad y duda. El agujero conectaba el local con un pasillo, rematado en una escalera caracol.

Me di vuelta a esperar al muchacho, que pasó tras mío, atrayendo con esfuerzo la heladera de vuelta contra la pared, para ocultar el boquete.

—La puerta está bien asegurada. —dijo Ignacio, señalando el otro extremo del pasillo.

Distinguí la forma de una entrada, trabada con cajas, un pequeño ropero y palos haciendo de estaca.

—Bien pensado. —comenté.

Ignacio asintió, sonriendo, y se me adelantó para subir las escaleras primero.

Al llegar al final, otro pasillo enlazaba los dos departamentos que había visto por fuera. Uno en cada punta. Uno con la puerta abierta; la otra cerrada.

Desde la puerta abierta apareció una muchacha de tez morena y cabello rizado, atado en un rodete desordenado sobre la cabeza.

Vestía solo ropa interior, y cargaba un bebé en sus brazos.

Apareció con una amplia sonrisa, que se desdibujó al verme, y de una zancada volvió a adentrarse al departamento.

—¡Sos un tarado, Nacho! —vociferó, una vez en el interior—. ¿Con quién estás?

Ignacio se rió fuertemente antes de responder.

—¿Y yo qué sabía que ibas a estar en pelotas? —Nos paramos en el umbral de la puerta. El chico divertido; yo incómodo—. Se llama Ezequiel. La parejita esa de la que te conté ¿te acordás? Le robó, y bueno, fui a ver si estaba bien, y eso.

—¿Y qué tiene que ver? —volvió a gritar la chica—. ¿Qué hace acá?

Ignacio revoleó los ojos, impaciente.

—¿Te vestiste ya?

—Sí.

El chico pasó, y lo seguí.

El departamento tenía poco mobiliario, pero estaba limpio y ordenado; a excepción de los juguetes del pequeño.

La muchacha estaba ante la puerta de una habitación. Seguía cargando al bebé, pero se había puesto una remera y un short; estaba descalza, y parada con pose de pocos amigos.

Ignacio se abalanzó a sacarle de los brazos al niño, y le dio un rápido beso a la chica.

La saludé tímidamente con la mano, pero no me devolvió el saludo. Sin embargo, fulminó con la mirada a su pareja, con los brazos en jarra.

—Le sacaron todo, gorda ¿Viste que te dije que me daban mala espina? Y bueno, le hice la segunda para ver si encontrábamos algunas provisiones, pero nos fue medio pelo.

—¿No encontraste nada?

—Casi nada. Y bueno, le dije que venga a comer, y mañana se va.

—¿Cómo era tu nombre? —dijo la chica, volviéndose a mí.

—Ezequiel. —respondí, cortante. Entendía su postura, pero no por eso dejaba de caerme mal su actitud hacia mí. El chico me había invitado...

—¿Qué hacías por acá? —volvió a atacar—. ¿De dónde saliste? ¿A dónde vas?

—¿Qué te contesto primero? —repliqué, irónico y fastidiado.

—Pará, Vane —intercedió Ignacio—. Yo lo invité. Es piola, y tiene que descansar. Tuvo un día de mierda.

Le agradecí en silencio al muchacho, que jugaba despreocupado con su hijo. Era igual a él, en versión pequeña. Me lo presentó, orgulloso, y el niño se mostró interesado en la nueva persona que tenía enfrente.

—Encontré yerba, gorda —dijo Ignacio, señalando la mochila con el mentón, la cual había dejado en una mesita—. Mañana podemos hacer unos mates.

La chica asintió, con la expresión malhumorada aún en el rostro.

—¿Van a comer? —preguntó—. Hay arroz hecho; y podemos abrir unas latas de atún.

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