Capítulo 40

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Con la ropa limpia en mano, seguí a Benicio más allá de la cocina, hasta un amplio cuarto lleno de tachos con agua y rejillas de desagüe en el piso.

—Está era la sala de baterías de las máquinas. Ahora acá guardamos el agua que usamos para tomar y para limpiar —dijo el grandulón—. Agarrá un balde y bañate, y lavá tu ropa si querés. Es toda agua de lluvia, está limpia. Pero tratá de no gastar de más.

Benicio se fue, dejándome solo en esa habitación, asique fui hasta un rincón donde había un tacho pequeño, jabón y esponjas.

Me quité la ropa empapada de sangre ajena, y me lavé el cuerpo como pude, con mi mano de menos.

Usé unos trapos que estaban allí para secarme, y luego hice más malabares al intentar lavar la ropa sucia.

Una vez terminada la faena, volví al vestuario para revisar el estado del muñón, dolorido después de la intensa actividad realizada.

Pasaron varios días, y los zombies que se agolpaban en la puerta del depósito ya se habían alejado un poco, pero todavía seguían rondando.

Hasta había veces que parecían ser más los que daban vueltas por la zona.

Los tipos del equipo decidieron cancelar las excursiones mientras haya esperanzas de que los muertos volvieran a agruparse en algún lugar lejano.

No llegaba a comprender como era que sucedía eso, pero al parecer era lo normal.

Sin embargo, el encierro llevó consigo problemas al ambiente; el Carnicero no dejaba de culpar al Enano y a los que habían estado con él por arrastrar tan cerca a los zombies que circulaban, en vez de intentar desviarlos un poco. Y el sujeto pequeño no se dejaba amedrentar, subiendo el nivel de las discusiones hasta llegar al borde de los golpes en varias oportunidades.

También discutían sobre qué hacer con la mujer que tenían encerrada, ya que el alimento les empezaba a escasear; algunos sugerían matarla, mientras que otros argumentaban que con la poca carne que le sacarían era más redituable mantenerla viva para satisfacer otras necesidades que los hombres tenían.

—Unos días más vamos a aguantar; mínimo hasta que se vayan los zombies. —dijo el Carnicero.

—Es pura piel y hueso —se oponía Orlando—. No nos va a durar nada.

—Yo no voy a pasar hambre porque quieren seguir cogiéndose a esa mina —contraatacó el líder—. Más siendo que por culpa de ustedes estamos acá encerrados.

Y otra vez volvían las peleas.

Peleas que empezaban de la nada, y terminaban en la nada.

Yo evitaba compartir tiempo con esos tipos. Evitaba ser parte de cualquier cosa que hicieran o dijeran; mi moral seguía atormentándome cada día y cada noche.

Cuando trataba de dormir, los fantasmas me perseguían, sin descanso. Y cuando estiraba las piernas durante la mañana o la tarde, me cruzaba cara a cara con los sujetos que convivían allí, y que eran cada vez menos desconocidos, y más humanos. Pese a todo el estilo de vida que llevaban...

La fiebre iba desapareciendo, el muñón estaba cicatrizando bien, y la buena cantidad de agua potable que había me estaba ayudando a recuperarme.

Pero la comida pronto sería un problema si no conseguía la forma de escapar. Los zombies en la puerta no eran de mucha ayuda.

Para colmo, debía realizar las tareas en el depósito al igual que cualquier otro.

Un día que me tocó limpiar los baños, me sorprendí al encontrarlos en buenas condiciones, teniendo en cuenta quienes los usaban. El secreto, según el Carnicero, es que todos lo dejaban lo mejor posible después de usarlos, ya que era al azar quien se ocuparía de ellos cada día.

Otra tarea era ordenar la sala de baterías, filtrando el agua, llenando los tachos vacíos y buscando los llenos, que se guardaban a metros de una de las salidas del galpón.

También había que barrer y trapear por todos lados, incluyendo los vestuarios y las oficinas.

Lo que sí, no me designaban las guardias para cuidar la entrada.

Una tormenta repentina se largó de sopetón, levantando mucha humedad; y junto a ella, la pestilencia de los muertos que llegaba desde la calle. El aire del depósito se volvía irrespirable por momentos.

Las reservas de agua se llenaron al tope, luego de que esa lluvia se extendiera por varios días.

Fue en uno de esos días lluviosos, que me designaron la limpieza de la cocina.

El Carnicero dividía de la manera que le parecía más justa el trabajo entre todos, pero luego de que cada uno salió a cumplir con su cometido, el líder me detuvo, apartándome del resto.

—Escucháme, Manquito —dijo—. Te toca limpiar la cocina porque a todos les toca; pero... sabés que hay ahí adentro, ¿no?

—Sí, la mujer que tienen prisionera. —respondí, contrayendo el ceño, apenado.

—Eso mismo. Por lo que vi afuera, te la aguantás. Confío en vos, a diferencia de algunos otros; pero no me decepciones. Estás verde todavía, lo que vas a ver te va a golpear un poco. Pero si te mandas una cagada, fuiste.

—No sé qué cagada podría mandarme. —Le dije, confundido.

—Te aviso nomás, para que vayas preparado.

Hice un gesto de aceptación, y salí de la oficina en busca del carro con insumos que había abandonado el personal de limpieza que se encargaba de esa tarea en el depósito antaño, y que los sujetos mantenían en uso, con poca variedad de productos.

Crucé la puerta que conectaba con el pasillo, y que a su vez desembocaba en la cocina.

Detrás de la puerta, me encontré con un comedor, con sillas y mesas dispuestas en tres hileras. Fácilmente cabían veinte personas por fila.

Todo estaba bastante prolijo y limpio. No necesitaba más que una barrida superficial.

Al final del comedor, un mostrador metálico dividía el salón principal de la cocina en sí, apenas iluminada por ventanales que dejaban entrar la poca luz del exterior, nublado y lluvioso.

Y al costado del mostrador, una puerta apenas entreabierta que daba acceso al fondo.

No se oía nada, pero podía sentir una presencia.

Quizá la imaginaba solamente, consciente de lo que allí habría.

Llegaba hasta mi nariz un olor nauseabundo a heces y orín; junto con el de la sangre y la carne podrida.

Un escalofrío me recorrió desde la mollera hasta la punta de los pies. Y todo lo que había llegado de ver de humano en los sujetos del equipo, desapareció ante la simple visión del panorama.

Pensé por un segundo darme la vuelta e irme. Pagar las consecuencias de no cumplir con mi trabajo, o inventar una historia. No estaba seguro de poder soportarlo. No al menos sin traumarme.

Yo no era como esos tipos.

Sin embargo, una fuerza desconocida me empujó a atravesar la puerta, abriéndola aún más, para poder cruzar con el carro.

En la cocina había una buena cantidad de herramientas industriales para trabajar, como hornos, hornallas, freidoras, amasadoras, y demás utensilios.

Y una mesa de mármol, gigante y rectangular, ocupando el centro de la habitación. Estaba salpicada con sangre seca, de distintas tonalidades de rojo.

Di media vuelta alrededor de ésta, hasta que mis ojos chocaron con ella.

Me quedé paralizado en el acto, ante tal horror.S10Un

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