Capítulo 17

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En el centro del living había un raído sillón carmesí, el cual iba a servirme de cama para esa noche.

—Podés elegir —dijo Ignacio—: Asfixiarte con la ventana cerrada; o abrirla y que te morfen los mosquitos.

—Ninguna de las dos es muy alentadora que digamos... —respondí, luego de meditarlo.

Me explicó que en el otro departamento guardaban sus provisiones. Todo lo que iban encontrando terminaba en aquel lugar; que en ese momento estaba lleno, y trataban de mantenerlo siempre así, por las dudas de que Ignacio enferme, o pase algún evento inoportuno que les impida salir a rastrillar.

Siendo tres, las cosas les duraban. Pero también era más difícil abastecerse, ya que solo el chico salía en la búsqueda de alimentos.

Y, obviamente, todo, pero todo todísimo, estaba bajo llave.

Nos sentamos a comer; Ignacio tenía reservado su lugar en la cabecera de la mesa, aunque se sentó luego de servir nuestros platos. Yo me senté a su izquierda, y Vanesa frente a mí, con el bebé en el regazo.

La comida era un simple arroz con atún, pero estaba delicioso. Traté de no devorar todo de dos bocados. Dura tarea que me costó horrores.

—¿Estás solo hace mucho tiempo, Eze? —preguntó la muchacha, mucho más suelta y relajada.

La pesadez en los músculos me debilitó al recordar cada secuencia del día.

Le fui contando de la aventura que habíamos tenido, y de lo mal que la terminamos; pero también estaban interesados en como vivíamos en el edificio, en mi relación con Mariana y la demás gente del grupo.

Se indignaron junto a mí por la cobardía de Víctor y Gustavo, e insultaron de arriba abajo la del Vecino Huraño.

Lamentaron la muerte de Mariana y mi recorrido a tientas por el subterráneo.

También me preguntaron sobre mi vida previa al apocalipsis, sobre cómo nos atrincheramos y pasamos casi desapercibidos en el medio del caos.

—¿Y tu familia, Eze? —preguntó Ignacio, dejando su plato vacío a un lado.

—Viven lejos de acá —respondí, apesadumbrado, pero consciente de la realidad—. No sé en donde estarán a estas alturas... si están vivos o no.

—¿No querés saberlo? —inquirió a su vez Vanesa.

Fruncí los labios, meditando una respuesta que yo tampoco tenía.

—Creo que no —declaré al fin—. Prefiero no saber.

La habitación se quedó unos instantes en silencio, interrumpidos por los sollozos de Thiago, que se quejaba del calor y los mosquitos.

—¿Ustedes están solos? —pregunté, buscando un tema de conversación—. Porque son jovencitos.

—Yo vivo en la calle desde chiquito —se adelantó Ignacio—. Mi vieja murió y a mi viejo nunca lo conocí; hace un tiempo la conocí a la Vane en el baile, y nos enganchamos...

Vanesa rió, recordando.

—¡Mi papá no quería saber nada! —dijo la chica, sonriendo—. "Que ese negro de mierda no te conviene... Es un chorrito... No tiene nada para darte" —agravaba la voz imitando al padre, supuestamente—. Pero nos veíamos igual; me rateaba del cole y nos íbamos por ahí; hasta que quedé embarazada...

—¿Qué te dijeron en tu casa?

—¡Qué no me dijeron! Que era una pelotuda, una puta, que me cagué la vida... y me querían llevar a abortar.

Ignacio torció el gesto, mientras Vanesa hablaba, disgustado con lo que oía.

—¡Pero minga que iba a abortar! —siguió la chica—; agarré mis cosas y me tomé el palo. Mis viejos me buscaron por todos lados; les mandé un mensaje diciéndoles que me iba porque quería y que no me molesten. Y encima los caraduras me pedían perdón, me decían que lo tenga y que ellos me iban a ayudar a mantenerlo. Pero no les creí nada.

—¿Tiraste todo y te fuiste nomás? —pregunté, absorto totalmente en la historia.

—Sí, prefería estar con Nacho abajo de un puente, que, en la casa de mis viejos, que no entendían una mierda.

—¿Pero pasaste todo el embarazo en la calle? ¿Cómo subsistían?

—Juntando cartones, cirujeando...

—No fue fácil —intervino Ignacio—. La calle es jodida, perro. Más para andar con una mina embarazada. Pero zafamos, nació Thiaguito y todo lo que hacíamos era por él.

—¿Y cuando estalló todo esto?

Ignacio sonrió, casi nostálgico.

—¡Que cagazo me pegué cuando vi mi primer zombie! Casi me muero.

—Un pibe que dormía en una estación en la que parábamos cuando hacía mucho frío, cayó mordido y se convirtió a la madrugada —recordó Vanesa—. Un quilombo hizo. Encima era lunes creo, estaba re llena la estación a esa hora.

—Igual ya habíamos escuchado algo en la tele, pero como vivíamos pateando, no estábamos muy al tanto —continuó Ignacio—. Después durante los saqueos estaba en mi salsa; de todo conseguí. Pero cuando se empezó a poner feo posta, que los zombies empezaban a dar vueltas como si nada, y la yuta no aparecía, ahí si nos cagamos de lo lindo.

—¿Este lugar como lo consiguieron?

—Estábamos saqueando un súper acá cerca —dijo Ignacio—, y de pronto en la calle se armó un tiroteo entre gendarmería, zombies, vivos, de todo. Un quilombo. Tiros, piedras, gases lacrimógenos. Volaban palos, botellas. Un quilombo posta ¿no?

Vanesa asintió.

—Nosotros teníamos de todo —siguió el chico— Banda de mercadería; y un tipo que no había llegado a llevarse nada nos ofreció refugio si compartíamos lo que teníamos. La verdad es que no me convencía, pero estaba con el nene, no podía hacerme el loco. Si no me paraba de manos y me agarraba con cualquiera. Asique bueno, nos vinimos acá, con el tipo ese y un par de personas más que rescató del súper.

—¿Mucha gente? ¿Qué les pasó?

—No mucha, pero unos diez éramos —dijo Ignacio—. Nada, nos quedamos encerrados un tiempo, salíamos hasta ahí nomás. Pensábamos que en algún momento todo se iba a calmar y volver a la normalidad... pero las bolas.

—¿Qué le pasó a la gente que estaba acá? —insistí.

—Fueron muriendo, Eze. Como nos vamos a morir todos.

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